viernes, 30 de diciembre de 2011

Notas sobre La caída de los dioses de Luchino Visconti



La caída de los dioses es una película de 1969 del neorrealismo italiano. Relata los conflictos de poder en una familia aristócrata fabricante de acero en la Alemania nazi. Es una película trágica en el mismo sentido de las tragedias griegas: el hombre no tiene total control sobre el destino que le espera y se precipita en él como si no lo produjera él mismo sino un dios terrible. Es una película intensa que explora un mosaico de temas históricos y a la vez profundamente humanos, pero más allá de la anécdota, hay una serie de pequeñas genialidades estilísticas: el primer plano de un rostro femenino en un claroscuro perfecto, unos ojos azules sin rostro brillando an una oscuridad casi completa, manos revueltas sumergidas en estados nerviosos y delirantes. Universo de detalles y pequeños regocijos para la mirada; la verosimilitud construida a partir de momentos insignificantes y encadenamientos subrepticios. Como en toda obra de arte, La caída de los dioses nos incita a preguntarnos por los medios con los que se logra esa complicidad extraña entre el espectador y la pieza artística. Hace poco terminé una reseña sobre una novela mexicana sobre el caciquismo; ésta no me dejó propiamente impávida, quizá porque estaba construida con tipos y no con verdaderas intimidades; los personajes planos navegaban en el lugar común: todos eran o muy buenos o muy malos y cabían en su perfecto molde como gelatinas o galletas. Estuve pensando qué es lo que hace que exista, en cambio, una afinidad, una simpatía con lo que se lee o se contempla y, precisamente concluí que el arte es un espacio repleto de inseguridades, de frases ambiguas, de caracteres imprecisos y caprichosos, de personalidades volubles en suma; paraíso quemante de sentido más allá de la eficacia con la que intentamos dar en el blanco al hablar. En el arte, en cambio, la artificiosidad se construye sobre una nube: está hecha de detalles inciertos y no de convicciones. En La caída de los dioses no nos imbricamos con la historia propiamente, sino con cómo ésta hace volcarse a los personajes adentro de catástrofes personales muy precisas y completamente empáticas con todo tiempo y toda historia. La construcción de la trama (que no es la anécdota sino precisamente cómo se dice la misma) y, por consiguiente, el logro de la verosimilitud, tiene más que ver con cuánto conseguimos que un espectador coincida en términos tonales con determinada pieza que con una supuesta “eficacia” propia, más bien, de la comunicación ordinaria. De ahí que en el realismo no podamos buscar cuánto de una supuesta realidad se plasma a través de una composición determinada; es un lugar común pero no hay que dejar de repetirlo: no hay realidad en una obra de arte, es ésta una categoría completamente ajena al universo del arte. La recreación de la misma tiene que ver con procedimientos muy específicos que pueden leerse y contemplarse; de ahí que el tiempo en el cine sea plasmado a través de fotogramas y no tenga relación alguna con el tiempo cronológico en el que vivimos. Por eso la importancia de la minucia; pequeñas crisis plasmadas en breves y significativos detalles, aquellos que nos ofrecen la verdadera impresión de estar ante otro.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Fragmentos de El libro del frío de Antonio Gamoneda

(Leí El libro del frío de Antonio Gamoneda en una tierra lejana. Estaba aguardando los deshielos de la época, buscando el reloj descompuesto o quizá, sólo paseaba sobre mí para llegar a ningún lado. Lo leí una noche entera. Después volví a leerlo varias veces. Estaba en mi maleta y se afanaba en sus traslados; mutaba como un interior que se infla de sensaciones. Tiempo después fui a una lectura de Gamoneda aquí en México, me hubiera gustado preguntarle cómo dejamos que el dolor y el tiempo hablen a través de la escritura. Pero sé que me hubiera contestado con silencio, así que decidí callar. Miré a distancia a Gamoneda, a su esposa amable y dulce. Es un hombre sencillo, me dije. Después me fui sin decirle hola. Aquella tarde, de vuelta a casa, ya sólo pensaba que El libro del frío se halla separado de todo cuerpo y que la bondad y candidez de su progenitor se expresa en la miel negra de un invierno que cada año se repite a la manera de las campanas que citan a una comunión religiosa que cimbrará nuestro destino. Así que cada invierno lo leo y a veces cuando busco el transcurrir del cuerpo encima del tiempo, del dolor, de la añoranza, lo abro azarosamente y me deslizo sobre la nieve de un interior que corroe. Algunos fragmentos aquí...)   

*

El mirlo en la incandescencia de tus labios se extingue.

Yo siento en ti grandes heridas y te desnudas en mis fuentes.

Se extiende el mirlo en las alcobas blancas donde soy ciego,
donde algunas veces, suenan en ti grandes campanas.

*

Busco tu piel inconfesable, tu piel ungida por la tristeza de las
serpientes; distingo tus asuntos invisibles, el rastro frío del corazón.

Hubiera visto tu cinta ensangrentada, tu llanto entre cristales
y no tu llaga amarilla,

pero mi sueño vive debajo de tus párpados.

*

Ha venido tu lengua; está en mi boca

como una fruta en la melancolía.

Ten piedad en mi boca: liba, lame,

amor mío, la sombra.

*

Eres como la flor de los agonizantes

que es invisible mas su aroma entra

en la sombra nasal y es la delicia,

todo en la vida, durante algún tiempo.

*

Existe el mar en las ciudades blancas,

coágulos en el aire dulcemente sangriento,

sábanas en la serenidad.

Existen los perfumes inguinales, lenguas en las heridas femeninas

y el corazón está cansado.

Entra con tus campanas en mi casa, pastora ciega, sin embargo,

como si no tuviera la dulzura su fin aún en las ciudades blancas.