lunes, 10 de septiembre de 2012

KURONEKO: EL GRITO DEL SEXO (1968)


Director: KANETO SHINDO (1912)

Kuroneko: el grito del sexo es una historia de terror que trata sobre dos mujeres convertidas en fantasmas vengativos que fueron violadas y atacadas por una tropa de samuráis. Intensa y profunda, explora los senderos del terror pero nos transporta a un imaginario propio de la cultura japonesa.
         Es notable que muchos elementos plásticos que Shindo utiliza han sido recogidos por muchas películas orientales contemporáneas de terror y violencia; lo que conocemos como Tartan asian extreme movies, por ejemplo, Poseídos, Phone, The eye, La peluca, La maldición, El aro, etc.
         Lejos de hacer un recuento argumental de la misma, me interesa meditar en torno a dichos elementos. En principio, cabría señalar que, a diferencia de las películas citadas anteriormente, películas que cualquier espectador sólo ve por simple y llano divertimento, en Kuroneko…, la trama nos envuelve en un panorama más profundo que engloba temas más cercanos a ciertos valores de la cultura japonesa cerrada al mundo occidental -hasta 1939-, y cifrada en lo que nosotros, vagamente, conocemos como la tradición de los samuráis. Dentro de ésta, encontramos elementos importantes como el debate moral cifrado en la postura 'honrosa’ del guerrero que debe respetar su estatus antes que a su propia familia (el personaje debe decidir si mata a estos fantasmas –que son su madre y su esposa-, o si debe cumplir con su deber primordial, a saber, el de un samurai). De ahí que el nombre de la película ya nos indique esa primera debacle argumental: ¿el samurai debe sacrificar su instinto o deseo sexual por su condición guerrera? Así sucede en la película, donde el guerrero, intacto, ataca y sacrifica su estadía con las mujeres para continuar ocupando esa postura ‘privilegiada’ –en esa etapa del Japón, los samuráis eran la clase social más encumbrada y poderosa.
         Por otro lado, y en algo que denominaría como ‘la figura de la bestia’, tópico recogido por las películas asiáticas contemporáneas; Kuroneko… ya nos ofrece esa caracterización tan particular de los personajes que adquiere total relevancia como aspecto constitutivo de la imagen-acción, en colindancia estrecha, además, con el film à costume: una figura femenina o andrógina con el pelo muy largo y negro, cuyos movimientos lentos y afectados producen determinadas sensaciones en los espectadores; aquí los primeros planos de esos rostros terribles y misteriosos atacan no sólo al personaje ‘positivo’ de la historia, sino al espectador que las espía y las encarna debido a la cercanía de la imagen. La construcción de Shindo, en este sentido, fue  acertada, visionaria y simbólica pues ideó que las mujeres, espíritus oscuros, fueran poseídas por un gato. Animal que, además, mantiene la trama en tensión, con constantes maullidos que generan un espectro audiovisual muy particular a lo largo de la trama -ya se atisban los primeros esfuerzos por hacer del audio un medio poderoso de tensión dramática, tal y  como sucede en las películas orientales de terror actual. Tampoco se puede obviar el simbolismo del gato que, en este caso, aparece como el correlato de la feminidad y evoca el misterio de estos espectros ambiguos dentro de la trama.
            Las pulsiones sexuales de los personajes, cifradas a través de la temática de la venganza y aunadas a ciertos símbolos como el bambú, el viento, el camino, el aislamiento, la guerra, etc., son algunos de los tópicos centrales de la película. Todo ello, bajo una estética simbólica y con tintes oníricos, construida mediante juegos de claroscuros. Aunque la fotografía no es espectacular es un elemento apreciable que habría que observar bajo el presupuesto de los símbolos utilizados por la trama. Pero quizá lo que más habría que apreciar es que el terror no es efectista, sino que responde a una serie de acumulaciones simbólicas que construyen una película de terror sumamente intensa porque trata más de lo humano que de lo inhumano; más de lo 'real' y del hombre, que de las ficciones que cumplen con la distracción de los sujetos un par de horas y después se pierden para siempre en los laberintos del olvido de lo que, al final, no nos puede asustar porque no existe. 


*Este texto es una remasterización. Lo había escrito hace algún tiempo para mi antiguo y desaparecido blog titulado: Cuadernos cinéticos en el que escribía semanalmente, con muchísimo placer, sobre cine y otras artes del movimiento. Eran apuntes destartalados e impresionistas, pero era hermoso escribir sobre la afiebrada circulación. Algún día rehabilitaré aquel espacio... O juntaré todo en uno solo o lo borraré todo de nuevo... Después de todo, somos cambio, tachadura y todo puede volver o simplemente olvidarse. 

viernes, 25 de mayo de 2012

INTRUSO


*
Los enanos también beben champaña, han aprendido a elaborar copas diminutas. Así como crearon una compañía cristalera en medio de la selva, también construyeron fábricas de muebles y accesorios para enanos que operan en las afueras de la ciudad. Su gran industria es, sin embargo, la creación de azúcar. Hace unos años las minas de los enanos fueron cerradas y clausuradas por el alza de los precios de las compañías azucareras los enanos no pueden vivir sin este producto, pues lo consumen en grandes cantidades; el azúcar les permite moverse libremente en la oscuridad abismal dentro de la tierra y los provee de cierta energía con la que extraen los diamantes entre las rocas trabajando incansablemente, pero los enanos al no poseer su materia prima, cansados de pagar los exorbitantes impuestos del gobierno en turno, decidieron crear su propia industria, vendieron muchos de sus diamantes para crear la infraestructura necesaria y con ello dio inicio la Era Enana, pues se apropiaron de gran parte de la industria azucarera, del gobierno y de los bienes más importantes de la nación. Para que su negocio tuviera éxito trataron de exterminar a las demás compañías de azúcar, de ahí que una serie de luchas intestinas se desataran entre ellos y las otras bestias que habitaban el orbe.
*
Esta noche los enanos festejan en el palacio mayor los cien años de la existencia de su compañía de azúcar. Por la pequeña puerta entran las nuevas familias de industriales enriquecidos por el negocio; están vestidos de gala. De los cuerpos hombrunos de las mujeres cuelgan perlas y luces multicolores brillan entre sus dedos. Los hijos de los grandes enanos corren por el salón mientras ellos fuman puros y beben coñac o champaña. Aún pequeños su mirada ensucia los muebles cuidadosamente tapizados con seda roja; es una mirada canina la de los chicos, oscurecida, dentada. Afuera la ciudad huele a cloaca, a residuo, a pólvora.
*
Los limpiaparabrisas están apostados en los arcos del parque central. Se amontonan unos sobre otros para protegerse de los incendios y de las balas. Se arrebatan el escaso pan robado.  Están sucios y repletos de tiza negra; en lo oscuro sólo destacan las órbitas enloquecidas de sus ojos. Son perseguidos porque estorban en la guerra de las azucareras. Un autobús de limpieza los recoge cada noche, pero no existe la infraestructura para llevarlos a todos de una vez, así que la cacería nocturna empieza con cada campanada del templo mayor. Una vez recopilados, son colocados en jaulas y después los entierran en fosas aún vivos. Los limpiaparabrisas trataron de rebelarse, pero al no contar con armas, su intento fue un fracaso. Ahora sólo tratan de huir del camión de limpieza y de proveerse de los desperdicios de las grandes bacanales de los grupos en pugna.
*
Las carcajadas revientan el salón dorado, los enanos están felices esta noche, ya embriagados e indigestos corren como los niños, gritan con la euforia del vencedor. Las batallas no se sienten entre tantos cojines y bebidas. Entre tantos hijos pródigos, entre tanta bonanza y buenaventura. Pero de pronto, un ruido, un golpe, un loco gritando que entra con un pedazo de cristal dispuesto a matar al primer enano que se encuentre, un limpiaparabrisas, gritan todos; corren y se esconden entre los muebles, atraviesan hacia la cocina minúscula. Entonces el Enano Mayor dispara y el intruso cae en el centro del salón. Es una materia fea sobre el parquet. Los enanos lo rodean, suspiran, se calman. Las madres enanas abrazan a sus hijos, todos festejan estar a salvo. Sin decirse nada se agolpan en las ventanas, el fuego de la Torre Mayor abrasa la distancia, los niños gritan de manera festiva: fuegos, fuegos. Lucecitas que se elevan como fuegos artificiales que caen en vertical y desaparecen.            

Fragmento nostálgico

[Breve fragmento de "Suite parisina" de Michel Butor en Degustación]

No la volveré a ver nunca. Nuestros trayectos ya no se cruzarán. Es un ángel que me entreabrió la puerta de un túnel que franqueaba las murallas y las montañas de prohibiciones que se nos imponen. ¿Sobre qué, sobre quién se inclinaba ella, sobre qué otro condenado a quién debía ella visitar, curar, liberar? ¿Un hombre o un ángel? No miraba hacia mí. Seguramente no me vio. Y ni siquiera puedo lamentarlo pues seguramente yo no le parecía un ángel, y hubiera sido absolutamente incapaz de aliviar por un instante su reclusión, su exilio, si hubiera tenido necesidad de ello, y sin embargo, por un instante más fugitivo aún, quién sabe si a través de algunos relevos de espejo pudieron llevarle el mensaje de mi mirada que decía: <<Déjame admirarte aún, pues tú eres nuncio e intérprete de quien para mí es la puerta de un paraíso tan imperfecto aún, tan temeroso, tan friolento aún>>, ni tampoco logró que franqueara por medio de uno de esos malentendidos con los que vivimos todos, e incluso los ángeles, sin duda, un escalón más en la escala de las gracias.


viernes, 30 de marzo de 2012

Y decidimos tomarnos un tinto en el Moheli

*Un comentario a la poética de Rodrigo Flores Sánchez (Poeta. México, D.F. 1977)

[Dedicatoria A “DESHACER EL ROSTRO NO ES NADA SENCILLO…”: Y decidimos tomarnos un tinto en el Moheli y hablamos, entre otras cosas, de las caídas de los cuerpos. Los cuerpos que revientan los contornos. Las superficies del italiano, por ejemplo: el italiano se palpa, es un cuerpo. Todos los lunes me sentaba a esperar con la mimosa y se puede decir que logramos horadar las superficies: el hueco del té, la avería de la leche. Siempre regresamos a nuestras casas con la impresión de estar equivocados: ah, la duda, siempre dijiste, el nacimiento de un contorno indistinto: la fotografía borrosa; el rostro sin existir. Quizá en aquel momento seguías escribiendo sobre cascajos… También pensé que mi cabeza estaba llena de ellos y quizá por eso simpaticé con la vez que neciamente existió el empeño por llevarse la mano de aquel maniquí en esa casa vieja que no era el Moheli; el Moheli con sus cantantes de diez minutos en mi oído; mi oído impaciente, alterado, intolerante, la fisura de entender, nunca comprendo, NO ME MOLESTA O SÍ, NECESITO EL RUIDO, estoy hasta la madre.
Y decidimos tomarnos un tinto en el Moheli y leímos juntos a Thomas Bernhard. Tarrab también lo leyó y dejamos de dormir. TAL VEZ NUNCA DORMIMOS SUFICIENTE.]

La poética de Rodrigo Flores es inquietante. Puede chocar, caer mal, repudiarse. Sus textos son extraños, de léxico y sintaxis difíciles, fragmentarios, lúdicos, irónicos. Estimado cliente plantea qué entendemos por poesía y cómo se recibe en sus minoritarios círculos de lectores. En cuanto un texto es leído cumple una función en un entorno. Hay textos que complacen porque encajan en el canon; hay otros, en cambio, que inquietan porque rompen los criterios con los que entendíamos determinado problema o tradición poética. En un libro es posible intuir ese lector modelo, siempre implícito en la página que murmura los abismos. 
En El susurro del lenguaje, Roland Barthes habla de dos tipos de escritura: los “textos legibles” y los “textos escribibles”. Los primeros corresponden a la literatura clásica, es decir, son aquellos que contienen claves precisas para leer; los segundos exigen que el lector vuelva a escribirlos a través de su mirada. En el primer caso, el ejemplo es Sarrasine de Balzac, y el segundo, Farabeuf de Salvador Elizondo. Un lector competente logra atender las exigencias de lo escrito; sin confundir las tareas que cada libro particular exige. Esta división permite que la interpretación se ajuste a las leyes del texto, pues la escritura clásica, por ejemplo, al estar constreñida por ciertas variables muy claras, nos impedirá despistarnos con todas las ideas que nos bombardean al leer. Todo ejercicio intelectual divaga buscando sus más recónditas fisuras y es ciertamente natural que así sea, pero no por ello configura un canon sobre excedido de interpretación que sólo confunde a los lectores potenciales de un libro. Se estila que podamos decir lo que nos plazca sobre determinado asunto –sobre todo aquellos que conciernen a las disciplinas humanas-; los teóricos y críticos podemos adaptar cualquier léxico a nuestra labor, pero muchas veces sólo empañamos nuestra materia de trabajo con imposturas intelectuales que simplemente nos hemos apropiado de manera superficial. Por eso, Allan Sokal y Jean Bricmont criticaron la utilización negligente de léxico científico por parte de algunos postestructuralistas. Un texto clásico no nos demanda la misma reflexión que un texto contemporáneo; cada uno obedece su ley, es un combate peculiar al cual el lector debe presentarse bien armado.
En esta tónica, la poesía de Rodrigo Flores nos exige pensar en los escritos como los textos escribibles barthesianos que exhortan a un tipo de lectura en la que nos toca volver a crear. La mirada del libro Estimado cliente es la de un animal de oficina que intenta escribir. La tónica de Flores es profundamente rabiosa, sale de las entrañas de esa visión oblicua del que necesita escribir pero que está impedido para hacerlo:

sí dormir ocho o diez
horas sí dormirlas
sí jetearlas hoy
soy el que escribe
poeta poeta sí
el que escribe
mañana vuelvo a
la oficina vuelvo
a ser sí a ser               
otro animal de oficina
hoy soy sí poeta
que escribe animal
que escribe oficinista
animal soy eso soy

“Residuos”, la segunda parte del libro, contiene poemas en prosa, cuyas frases están separadas por puntos, simulan un magnetófono, un radio mal sintonizado; son voces impersonales que enuncian una sintomatología muy peculiar. Se podría decir que toda la poesía de Flores está contaminada por esta impersonalidad sinuosa en la que hablamos todos o nadie habla. En Estimado cliente, pero también en su libro anterior Baterías, los párrafos orquestan diversos asuntos: el capital, la mercancía, la violencia. Flores explota el lugar común junto a reflexiones más profundas, dichas parcialmente, de manera desviada:

 .come sabroso y fresco en el hospital de gineco obstetricia
luis castelazo ayala. .en caso de ingestión no se provoque
el vómito. .¿solicitar atención médica de inmediato?
.come natural. .hemos visto hasta camiones tirando cascajo.
.vive natural. .escucharon varias detonaciones de arma
de fuego. .sé natural. .un incendio en un colegio causó la
muerte a 87 niños.

Siempre se reitera que la voz de un poeta es algo sustantivo en lo que respecta a una obra; en el caso de Flores hay que decir que los registros son variados, que su voz es impersonal; evoca más bien una ausencia. Como sucede en la novela con el registro polifónico, en la poesía también es viable la incorporación de numerosas voces que hablan de una colectividad. Es la forma en la que se expresa la vida contemporánea con su incesante ritmo publicitario, con su carácter aglutinador y desconcertante, una ausencia siempre presente:

la operación de rescate ha durado unas tres horas y ha sido una de las
más difíciles llevadas a cabo por el narrador y personaje
central que quedó atrapado en el fuselaje del helicóptero.
.cada capítulo está dedicado a la sabiduría de la vida en
un mundo tan descreído como el nuestro. .útil para mujeres
jóvenes y hombres de todas las edades.

La apuesta de Estimado cliente, más que una suerte de denuncia es, más bien, una forma de encarnar todas las imágenes y voces, aparentemente triviales, que nos rodean con su paciencia irónica, siempre desapercibidas para el ojo y el escucha desatento. ¿Dónde está entonces la poesía si el libro parece ser una suerte de recopilación de gritos y susurros que se agolpan en el espacio del poema?

.sonetos. .bien. .verso libre. .bien. .¿y poesía? .la ordeño.
.¿y los vaqueros? .tal vez necesitas esperarlos en flor de
loto y evocar una vaca. .porque las palabras sólo están
hechas para decirse a sí mismas. .para decir lo decible.
.es decir. .todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir
o concierne o somos.


            La poesía, parece aventurar Flores, está hecha para decirse a sí misma; precisamente, como Mallarmé indicaba, para convertir lo habitual en esencial; la palabra literaria que hace de lo ordinario, algo extraordinario. Podríamos decir que Estimado cliente logra el precepto de Mallarmé a medias porque como todo libro en busca de su registro afincado, todavía es incipiente en su forma y las ideas sobre la poesía misma aún pueden cuajar con el paso del tiempo, sobre todo, en lo que a la reflexión le falte descubrir. Es ciertamente complejo escribir sobre los fenómenos sociales contemporáneos, quizá porque la proximidad siempre empaña el juicio. En este sentido, la misión del mensaje poético en el contexto de la violencia, de la publicidad, todavía no es lo suficientemente claro:

.no creo en esto que digo. .¿pero si en esto no creo por
qué lo digo? .por decir algo. .algo que claudique. .algo
mínimo para silenciarme. .el que escribe cree en lo que
dice. .no. .el que escribe desea creer en lo que escribe. .tal
vez. .el que escribe desea callarse. .merolico inconstante.
.merolico ausente. .porque detrás de esto no hay voz


             ¿Cómo aprehender una realidad profundamente cambiante y cómo lograr armonizar la escritura con la multiplicidad de imágenes que bombardean nuestro contexto histórico? Estimado cliente encuentra un punto de fuga cuando la ironía cimenta el discurso crítico. Y, gracias a este recurso, se nos hacen vívidos los presupuestos planteados por la reflexión. El poemario de Flores es un libro sobre el producto, la información, el capital y una cadena de miradas que expulsan esta sintomatología social para exorcizarla. Un libro, por ello, netamente urbano, que aparta el sentir de las minorías para apostar por el análisis del pensamiento dominante: el de las sociedades postindustriales y sus problemas. De ahí que las fuentes y la intertextualidad sean otros elementos que permitan dilucidar su apuesta poética, es notorio que el autor ha retomado toda una serie de pensadores de la segunda mitad del siglo XX. Se leen en él, el pensamiento postestructuralista, la experimentación vanguardista que cristalizó en múltiples poetas hispanoamericanos, la comunión entre la información publicitaria actual y todas las reflexiones teóricas sobre el presente: Gilles Deleuze, Jean Baudrillard, el mismo Pierre Bourdieu, laten como parte de esos hipotextos que nutren la reflexión.
Si algo nos queda claro es que la poesía puede incorporar numerosas herramientas a su acervo y que, incluso así, dialoga con la tradición a la que se adscribe aunque se contraponga a ella. Si el resultado de Flores es apresurado o no, es una cuestión que le compete al lector futuro. La poesía de Flores puede chocar contra un lector rígido porque es un libro directo, incómodo, pero sugerente. Hay que decir también que su trabajo se inserta en una generación de poetas (Alejandro Tarrab, Jorge Solís Arenazas, Alejandro Albarrán) que más que experimentar (experimentar es un término erróneo cuando nos referimos a la literatura), plasma sus hallazgos mediante otros recursos que no son los referentes de la poesía tradicional. Invocar el malentendido y sobado término de la originalidad sería una manera simplista de calificar un libro; diré, en cambio, que Estimado cliente intenta reflejar una multiplicidad; la de nuestro presente.


domingo, 15 de enero de 2012

Dudosos venenos

 
(Reseña aparecida este mes en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica sobre Fernando Benítez. Echen ojo a la gaceta:
 http://www.fondodeculturaeconomica.com/editorial/laGaceta/)

Nadie encarna nuestras emociones como nosotros mismos, así que expresivamente están condenadas a la opacidad. Las masticamos a través del lenguaje, pero nunca se ofrecen tan nítidas tal y como fueron experimentadas. El arte sublima la emoción cuando es tan sutil que apenas nos roza. Y, por segundos, olvidamos quiénes somos y podemos contemplar, por fin, la alteridad. El testimonio literario funciona por una constante explotación de ciertas sutilezas. La literalidad casi nunca conmueve y la insinuación alcanza mucho más el contexto, siempre particular y único, del lector. De ahí que nos someta la culpa que recorre la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi o la compleja sinceridad de Rousseau en sus Confesiones.
Con la idea de que todo libro abre el mundo y nos sumerge en su marasmo expresivo destinado a horadar un interior, me acerco a Agua envenenada de Fernando Benítez. Espero sucumbir a su intoxicación tal y como me sucedió con aquel tratado de caza en la Reina Margot o con El libro de los venenos de Antonio Gamoneda; la sorpresa es que el agua envenenada de Benítez sólo alcanza a marearme y a dejar la impresión ambigua de una sensación a medias. Esta novela se inscribe en la literatura testimonial, pero también tiene algo de diario, de memorias y, por supuesto, mucho de confesión, aunque ésta no la sentimos hasta el final cuando se relatan los hechos más violentos de la trama.
Narrada en primera persona, con una estructura simple, relata la historia de Tajimaroa, un poblado en Michoacán que asesina a su cacique explotador después de treinta años de sometimiento. El relato es contado por un cura compasivo, excesivamente plano por momentos, que todo, absolutamente todo, lo ve con la lupa de la bondad y la misericordia. Los otros personajes, quizá porque él mismo es así y así los mira, son iguales: o muy buenos o muy malos, pero lo que es un hecho es que la postura política del cura es muy clara: el pueblo oprimido debe liberarse. Él simpatiza con los feligreses, pero cuando tienen cercado a don Ulises el terrible cacique, caricatura del hombre poderoso que piensa que el pueblo es feliz bajo su látigo porque no sabe vivir en la libertad, se pone de parte del opresor y lo defiende, porque su compasión religiosa lo incita a la no tan sorpresiva obediencia católica de poner la otra mejilla. Ahora bien, toda esa escena final de un pueblo enardecido incendiando la casa del poderoso, aventando piedras y armada hasta los dientes con cuchillos y metralletas caseras, tiene mucho de thriller y es una de las partes más dinámicas de Agua envenenada, quizá donde realmente sentimos transcurrir la acción. Digamos que lo anterior, la descripción morosa, el escrutinio contextual y demás, es un poco más lento, aunque no está exento de prodigios poéticos como éste:
 Los hombres, como la luna, tienen dos caras. Una permanece voluntariamente sustraída de las miradas y a las más finas inquisiciones; otra, la visible, es de tal modo compleja, encierra tantas contradicciones bajo los accidentes comunes del rostro, que aún para los que tenemos acceso a la mitad vedada, es casi imposible penetrar en el sentido de esos dos rostros sin incurrir en graves deformaciones. (Benitez. p. 80.)
 
            Aquí sí, con estas anotaciones de carácter universal, la novela de Benitez alcanza un esplendor; luminosidad extinguida por la poca complejidad de los personajes, por su ausencia de dudas, por su complexión rotunda y fija como si fueran los prototipos de la picaresca. En cambio, el párrafo anterior nos toca, habla de nuestra intimidad; sacude. Cada quien, en efecto, se ha sentido vulnerado por un rostro lunar. Es en esos pasajes cuando la novela alcanza su dimensión justa y ya habla de nosotros mismos incitándonos a un diálogo y a una reflexión interminables. En cambio, cuando los personajes se enfrascan en la sujeción histórica tal y como si llenáramos un álbum de estampas, no nos abruman con esa existencia sobreexcedida que aumenta nuestra realidad como un espejo convexo. Vemos entonces al tirano chato y empequeñecido detrás de las letras, al libertario convertido en una efigie pálida de un gran héroe, a la mujer enfrascada en el patrón sin profundidad existencial. Armamos el puzzle con las piezas chatas, quemadas en los bordes. Esa dimensión interior del personaje, ese trasfondo inhumano, demasiado humano, construido a partir de las palabras, como una suerte de homenaje a una ficción que forzosamente se interiorizará cuando otro lea, está volcado en esos grandes caracteres que nos han hecho vibrar en todo tiempo, en toda historia. El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias es el tirano que todos llevamos dentro; Kirillov de Los endemoniados es la dimensión profunda del hombre frente a la muerte; la inocencia de la Cossette de Víctor Hugo no se cansa de mancharnos, después de habernos ofrecido su corruptible bondad.
Un personaje es arrastrado por las palabras, fisurado por ellas y, a su vez, nos hace volcarnos en un universo nuevo, total, cuando lo anhelamos todo: ser cada catástrofe, cada placer, cada deseo. Es imposible no convertirnos en Madame Bovary o en la regenta o no dejarnos transitar por Marcel y su tiempo perdido; es inaudito olvidar el cuchillo de Farabeuf sobre nuestra mirada o la mediocridad de José García y su libro vacío; tampoco podríamos ya obviar la sensación inconclusa de Susana san Juan recordándonos cada muerte. Hemos sido esas miradas, esas picaduras, esos desastres y fracasos. Lo hemos tomado todo de allí y no se agota. Volvemos a leer, a escribir y lo infinito se nos escurre para siempre. Lo que, simplistamente, los manuales literarios llaman “dimensión psicológica”, corresponde a una alteración del sí mismo, fruto de una lectura implicada, deseante: lectura perversa que determina al lector y que lo hace comprender su propio yo e imbricarse en una emoción probablemente, aún desconocida. Me asomo, palpo y soy  la catástrofe de otro. He sido seducida en el desorden expuesto, me revuelco en la alegría de la diferencia y salgo transformada; olvido mis convicciones anteriores; destruyo mi propia dimensión psicológica. Deseo atrapar la otra voz y anulo mi realidad para entrar en el universo de lo distinto. Una lectura de este tipo exige una intimidad compartida que es historia, literatura, existencia: todo a la vez. La novela de Benítez no me ha envenenado ni pervertido: únicamente constata las convicciones que tenía antes, que la fuerza tiránica no doblega a un pueblo sino que lo induce a rebelarse.
Contemplo así esta historia como un paisaje de las ruinas que han edificado un presente histórico que, sin duda, arrastra los abrojos de un pasado que se resiste a permanecer atrás. En este sentido, por supuesto, se vuelve necesario leer Agua envenenada, para recordar las raíces de un poder que todavía en la actualidad habla nuestra historia. Pero la novela permanece en esa planicie en la que no hay nada más que un horizonte lejanísimo sin proporciones justas. Echamos en falta esas dimensiones que nos arrastran hacia una nueva experiencia irreconocible en la que somos el cacique, el libertario, la mujer sumisa; todo a un tiempo. Es fundamental conocer nuestra historia, pero es aún más importante implicarnos en ella, revolcarnos en el color del pavo real el animal que el propio Benítez utiliza para simbolizar al vencido, y ser envenenados por la tinta que escribimos y leemos. Parece, al final, que esta comunión absoluta con una obra plantea el complicado asunto de la estetización de la política; la novela sublima la ideología cuando la vuelve sospechosa hasta para el personaje que la cree y entonces, duda.