viernes, 25 de mayo de 2012

INTRUSO


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Los enanos también beben champaña, han aprendido a elaborar copas diminutas. Así como crearon una compañía cristalera en medio de la selva, también construyeron fábricas de muebles y accesorios para enanos que operan en las afueras de la ciudad. Su gran industria es, sin embargo, la creación de azúcar. Hace unos años las minas de los enanos fueron cerradas y clausuradas por el alza de los precios de las compañías azucareras los enanos no pueden vivir sin este producto, pues lo consumen en grandes cantidades; el azúcar les permite moverse libremente en la oscuridad abismal dentro de la tierra y los provee de cierta energía con la que extraen los diamantes entre las rocas trabajando incansablemente, pero los enanos al no poseer su materia prima, cansados de pagar los exorbitantes impuestos del gobierno en turno, decidieron crear su propia industria, vendieron muchos de sus diamantes para crear la infraestructura necesaria y con ello dio inicio la Era Enana, pues se apropiaron de gran parte de la industria azucarera, del gobierno y de los bienes más importantes de la nación. Para que su negocio tuviera éxito trataron de exterminar a las demás compañías de azúcar, de ahí que una serie de luchas intestinas se desataran entre ellos y las otras bestias que habitaban el orbe.
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Esta noche los enanos festejan en el palacio mayor los cien años de la existencia de su compañía de azúcar. Por la pequeña puerta entran las nuevas familias de industriales enriquecidos por el negocio; están vestidos de gala. De los cuerpos hombrunos de las mujeres cuelgan perlas y luces multicolores brillan entre sus dedos. Los hijos de los grandes enanos corren por el salón mientras ellos fuman puros y beben coñac o champaña. Aún pequeños su mirada ensucia los muebles cuidadosamente tapizados con seda roja; es una mirada canina la de los chicos, oscurecida, dentada. Afuera la ciudad huele a cloaca, a residuo, a pólvora.
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Los limpiaparabrisas están apostados en los arcos del parque central. Se amontonan unos sobre otros para protegerse de los incendios y de las balas. Se arrebatan el escaso pan robado.  Están sucios y repletos de tiza negra; en lo oscuro sólo destacan las órbitas enloquecidas de sus ojos. Son perseguidos porque estorban en la guerra de las azucareras. Un autobús de limpieza los recoge cada noche, pero no existe la infraestructura para llevarlos a todos de una vez, así que la cacería nocturna empieza con cada campanada del templo mayor. Una vez recopilados, son colocados en jaulas y después los entierran en fosas aún vivos. Los limpiaparabrisas trataron de rebelarse, pero al no contar con armas, su intento fue un fracaso. Ahora sólo tratan de huir del camión de limpieza y de proveerse de los desperdicios de las grandes bacanales de los grupos en pugna.
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Las carcajadas revientan el salón dorado, los enanos están felices esta noche, ya embriagados e indigestos corren como los niños, gritan con la euforia del vencedor. Las batallas no se sienten entre tantos cojines y bebidas. Entre tantos hijos pródigos, entre tanta bonanza y buenaventura. Pero de pronto, un ruido, un golpe, un loco gritando que entra con un pedazo de cristal dispuesto a matar al primer enano que se encuentre, un limpiaparabrisas, gritan todos; corren y se esconden entre los muebles, atraviesan hacia la cocina minúscula. Entonces el Enano Mayor dispara y el intruso cae en el centro del salón. Es una materia fea sobre el parquet. Los enanos lo rodean, suspiran, se calman. Las madres enanas abrazan a sus hijos, todos festejan estar a salvo. Sin decirse nada se agolpan en las ventanas, el fuego de la Torre Mayor abrasa la distancia, los niños gritan de manera festiva: fuegos, fuegos. Lucecitas que se elevan como fuegos artificiales que caen en vertical y desaparecen.            

Fragmento nostálgico

[Breve fragmento de "Suite parisina" de Michel Butor en Degustación]

No la volveré a ver nunca. Nuestros trayectos ya no se cruzarán. Es un ángel que me entreabrió la puerta de un túnel que franqueaba las murallas y las montañas de prohibiciones que se nos imponen. ¿Sobre qué, sobre quién se inclinaba ella, sobre qué otro condenado a quién debía ella visitar, curar, liberar? ¿Un hombre o un ángel? No miraba hacia mí. Seguramente no me vio. Y ni siquiera puedo lamentarlo pues seguramente yo no le parecía un ángel, y hubiera sido absolutamente incapaz de aliviar por un instante su reclusión, su exilio, si hubiera tenido necesidad de ello, y sin embargo, por un instante más fugitivo aún, quién sabe si a través de algunos relevos de espejo pudieron llevarle el mensaje de mi mirada que decía: <<Déjame admirarte aún, pues tú eres nuncio e intérprete de quien para mí es la puerta de un paraíso tan imperfecto aún, tan temeroso, tan friolento aún>>, ni tampoco logró que franqueara por medio de uno de esos malentendidos con los que vivimos todos, e incluso los ángeles, sin duda, un escalón más en la escala de las gracias.