Para Gilmar Ayala
Las palabras no cambian de significación durante
siglos,
tanto como cambian para nosotros
los nombres en el espacio de unos años.
Marcel Proust
En busca del tiempo
perdido es una novela sobre el lenguaje. Nada, ni siquiera el recuerdo,
cobra tanta importancia como las palabras, los nombres propios, y las imágenes
del pasado revivido a través de la lengua. En la duquesa de Guermantes, Marcel
busca los retazos de aquellas sensaciones de impenetrabilidad surgidas en un
pretérito que intenta asirse a través del conocimiento directo de aquellos
seres convertidos en carne y hueso, que ya se alejan de las impresiones
primeras, dulces y lejanas, surgidas gracias al escuchar su nombre. En el tomo
III se han convertido en instrumentos pedestres de una genealogía perdida;
ahora están allí, en sus salones, mostrando a una aristocracia histérica y
frívola, perdidos en el marasmo de conversaciones prolongadas, alimentos de
moda y muebles estilo Imperio. El narrador no exalta los valores de esa clase
decadente, los muestra crudos: en su habla hipócrita y en su tránsito
irremediable a la extinción.
La historia de Guermantes, producida en
uno de los tomos más largos de la novela, es, en realidad, la historia de la
transformación de un nombre en la psique del narrador. Se avanza con la certeza de que uno, el
lector, también ha perdido pedazos de aquellas imaginerías infantiles en las
que confabulaba un orden premeditado en torno a ciertas cosas o personas. El
narrador niño evocaba un paraíso misterioso de dioses aristócratas bajo el
nombre de Guermantes y en el tomo III, el narrador, con una visión ya adulta, enhebra
la genealogía de aquellos seres al punto de la extinción: animales fantásticos
en perpetua decadencia. No hay nada que deleite más que el arte volcado sobre
sus propias andaduras. Y así es En busca
del tiempo perdido, una novela que, sobre todo, medita en su propia
materia: las palabras.
No es la búsqueda filológica aunada al
recuerdo de esos, al final, comunes aristócratas lo que más me interesó
del tomo III de La recherche…, sino
el capítulo destinado a la muerte de la abuela el que conmocionó mi lectura. Lo
asombroso de esta parte es la descripción de un duelo que no se consuma. Proust describe –y no lo alarga tanto--, la enfermedad de la abuela, su
postración y, finalmente, la dolorosa agonía que culmina en la muerte, y
después, al pasar al siguiente capítulo que es propiamente su incursión en el
mundo de los Guermantes, la narración olvida a la abuela, la sepulta en su
propia muerte, sucumbe a la urgencia de la terrenalidad y no volvemos a saber
qué cosas generó en el interior del narrador aquella pérdida; si algo de ella ha
quedado dentro de éste, marcando sus más íntimas autoconfidencias.
No, ya no hay mención a nada, a pesar de
que la abuela es uno de los pilares
femeninos más importantes en la vida interior del personaje. Ya casi al final,
se anota esto: “Nuestra memoria y nuestro corazón no son bastante grandes para
poder ser fieles. No tenemos suficiente sitio, en nuestro pensamiento actual,
para guardar a los muertos al lado de los vivos.” (p. 658). Y cual si fuera una suerte de mantra
de lo que sucede en la novela, una justificación, quizá, de esas omisiones narrativas,
se nos acaba por decir que aquella abuela dulce ha sido traicionada por la
memoria infiel, la ha abandonado porque, en el mundo de los vivos, los muertos
son sepultados con indiferencia en el ahora.
Y qué cierto es lo anterior cuando pensamos que,
en realidad, la muerte nos asusta porque sabemos que todo permanece con su
adolorida paciencia año con año. Que los ritos funerarios a los que asistimos,
serán arrastrados de igual forma en la que son arrasadas las sonrisas, los
momentos tiernos, las palabras de odio o de ira, porque el tiempo se lo lleva
todo y es implacable. Blanchot dice que lo que nos asusta al morir es perder la
propia muerte pero, al final, lo que sucede es que nuestra vida es una omisión
rutinaria de la muerte, un estar continuo y dilatado en la frivolidad del goce,
ese goce primitivo que no entiende de profundidades en su cotidianidad más sosa
y común; allí donde estamos en la continuidad y vemos el sol nacer y morir y
somos uno con nuestra respiración acompasada.
En la novela de Proust ocurre este asunto
tan curioso: la vida, con su torrente de palabras y su lenguaje misterioso, se
regodea en sí misma y termina por olvidar a los muertos, porque lo que importa
es el ahora, aún a costa de ese pasado que nos ha marcado como si fuéramos un
caballo cuyo propietario es celoso con su propiedad y se empeña en retenerlo y
cuidarlo obsesivamente, y el momento presente, tan efímero y caprichoso como lo
son todos los eventos minúsculos –quizá los más valiosos que poseemos-, está
destinado al goce, a estar aquí, a sentir la vida. Los muertos no interrumpen
ese transcurrir. No clausuran el placer. Y al saber que nosotros seremos ceniza,
el polvo que se olvidará…, sentimos la angustia del que perece y puede, además,
razonar su extinción, porque sabemos que como esa abuela, nuestra memoria,
nuestro recuerdo, nuestro retrato, serán olvidados y sepultados por el tiempo,
mientras alguien beberá agua de fruta o caminará bajo el sol.