(Algunas reflexiones sobre las películas Cafarnaúm de
Nadine Labaki y Chicuarotes de Gael García Bernal)
Cafarnaúm: la ciudad olvidada (2018) y Chicuarotes (2019), son películas unidas por una comunión secreta. Ambas son polémicas y brutales, nos enfrentan a un hiperrealismo en el que el arte se cuestiona a sí mismo a partir de sus vínculos con el exterior. Para pensar en el arte realista es necesario definir lo “real” como un tejido de percepciones que, en el arte, tienen representaciones específicas. La representación realista se encuentra en la raíz misma del pensamiento del arte sobre sí.
Platón concebía una idea de la representación artística muy particular y compleja. El arte pretendía transmitir el mundo de las ideas a través de determinadas “figuraciones” ligadas con los designios de los dioses; el mundo de las apariencias no lograba alcanzar las honduras de la razón, ese mundo oculto en una caverna de la cual los seres humanos apenas si alcanzamos sombras, puesto que nuestra percepción es engañosa. La imitación era censurable porque no alcanzaba la esfera “verdadera” que un arte inspirado sí lograba; se trataba de un arte de la “verdad”. Para Aristóteles, en cambio, arte e imitación trabajan juntos, de hecho, la imitación es el procedimiento más adecuado para poder confeccionar una obra de arte, con Aristóteles se definen los géneros literarios y los artistas comprenden qué es un canon y cómo imitar una tradición puede ayudarles a conseguir obras cercanas a los ideales de la misma.
Cada pensamiento en torno al arte tiene variaciones históricas que deberían ser objeto de planteamientos minuciosos, lo único que intento demostrar es cómo la representación es objeto de teorías desde el comienzo del pensamiento occidental. Hasta la segunda mitad del siglo XIX se plantean los presupuestos estéticos de una escuela realista; su definición es, principalmente, literaria. Estos ideales no permanecen alejados de las otras artes puesto que se refieren a los contenidos de la representación y son útiles para pensar cómo se vincula el arte y la realidad.
¿Qué es lo real? ¿Una percepción, una esfera independiente del sujeto? Aunque todas las consideraciones son de vital importancia para asumir una postura en un debate sobre el problema en nuestros días, basta señalarlo antes de nombrar de admitir que “contexto” es un término más adecuado que el de “realidad”. “Contexto” alude a una red de vínculos en un espacio psico-social. La realidad puede ser entendida como percepción, es decir, subjetiva, individual, única, mientras que el contexto despliega sus relaciones en un sistema que puede describirse más allá de un solo individuo. El arte contemporáneo se relaciona de formas muy complejas con su contexto.
Para poder comprender esas relaciones es necesario observar cada manifestación y sus diversos diálogos. En el caso de las artes con mayor proyección en el siglo XXI —el cine y la fotografía—, habría que demorarse en reconstruir cada aspecto que contribuya a comprender por qué se representa de determinada manera.
Uno de los debates recientes tiene que ver con la “estetización de la violencia”. Una proliferación de películas y de fotografías; materiales audiovisuales que utilizan contextos problemáticos, de guerra o violencia, para, a través de una pieza artística, representar situaciones de conflicto y asuntos emergentes. Esto es inherente a todo el arte en todas las épocas, cada periodo merece revisiones. Algunas ideas bastante problemáticas son las siguientes: “De lo que no se puede hablar es mejor callar”, dice Wittgenstein, mientras que Walter Benjamin advierte que los combatientes están impedidos para hablar de las atrocidades experimentadas en los campos de guerra en la Primera Guerra Mundial. Hay una novelística de los campos de concentración y también una dolorosa literatura de la posguerra española. De ahí el salto a los asuntos del siglo XXI, ¿cómo hablar del narco mexicano, de las fosas clandestinas, pero sobre todo, de la miseria, la delincuencia, la desesperación humana? ¿Se puede hablar o se debe callar? ¿Cómo nombrar?
Cafarnaúm: la ciudad olvidada (2018) y Chicuarotes (2019), son películas unidas por una comunión secreta. Ambas son polémicas y brutales, nos enfrentan a un hiperrealismo en el que el arte se cuestiona a sí mismo a partir de sus vínculos con el exterior. Para pensar en el arte realista es necesario definir lo “real” como un tejido de percepciones que, en el arte, tienen representaciones específicas. La representación realista se encuentra en la raíz misma del pensamiento del arte sobre sí.
Platón concebía una idea de la representación artística muy particular y compleja. El arte pretendía transmitir el mundo de las ideas a través de determinadas “figuraciones” ligadas con los designios de los dioses; el mundo de las apariencias no lograba alcanzar las honduras de la razón, ese mundo oculto en una caverna de la cual los seres humanos apenas si alcanzamos sombras, puesto que nuestra percepción es engañosa. La imitación era censurable porque no alcanzaba la esfera “verdadera” que un arte inspirado sí lograba; se trataba de un arte de la “verdad”. Para Aristóteles, en cambio, arte e imitación trabajan juntos, de hecho, la imitación es el procedimiento más adecuado para poder confeccionar una obra de arte, con Aristóteles se definen los géneros literarios y los artistas comprenden qué es un canon y cómo imitar una tradición puede ayudarles a conseguir obras cercanas a los ideales de la misma.
Cada pensamiento en torno al arte tiene variaciones históricas que deberían ser objeto de planteamientos minuciosos, lo único que intento demostrar es cómo la representación es objeto de teorías desde el comienzo del pensamiento occidental. Hasta la segunda mitad del siglo XIX se plantean los presupuestos estéticos de una escuela realista; su definición es, principalmente, literaria. Estos ideales no permanecen alejados de las otras artes puesto que se refieren a los contenidos de la representación y son útiles para pensar cómo se vincula el arte y la realidad.
¿Qué es lo real? ¿Una percepción, una esfera independiente del sujeto? Aunque todas las consideraciones son de vital importancia para asumir una postura en un debate sobre el problema en nuestros días, basta señalarlo antes de nombrar de admitir que “contexto” es un término más adecuado que el de “realidad”. “Contexto” alude a una red de vínculos en un espacio psico-social. La realidad puede ser entendida como percepción, es decir, subjetiva, individual, única, mientras que el contexto despliega sus relaciones en un sistema que puede describirse más allá de un solo individuo. El arte contemporáneo se relaciona de formas muy complejas con su contexto.
Para poder comprender esas relaciones es necesario observar cada manifestación y sus diversos diálogos. En el caso de las artes con mayor proyección en el siglo XXI —el cine y la fotografía—, habría que demorarse en reconstruir cada aspecto que contribuya a comprender por qué se representa de determinada manera.
Uno de los debates recientes tiene que ver con la “estetización de la violencia”. Una proliferación de películas y de fotografías; materiales audiovisuales que utilizan contextos problemáticos, de guerra o violencia, para, a través de una pieza artística, representar situaciones de conflicto y asuntos emergentes. Esto es inherente a todo el arte en todas las épocas, cada periodo merece revisiones. Algunas ideas bastante problemáticas son las siguientes: “De lo que no se puede hablar es mejor callar”, dice Wittgenstein, mientras que Walter Benjamin advierte que los combatientes están impedidos para hablar de las atrocidades experimentadas en los campos de guerra en la Primera Guerra Mundial. Hay una novelística de los campos de concentración y también una dolorosa literatura de la posguerra española. De ahí el salto a los asuntos del siglo XXI, ¿cómo hablar del narco mexicano, de las fosas clandestinas, pero sobre todo, de la miseria, la delincuencia, la desesperación humana? ¿Se puede hablar o se debe callar? ¿Cómo nombrar?
*Imagen de https://asianmoviepulse.com
De las películas seleccionadas para este recuento de asuntos
sin solución, debo decir que tanto Cafarnaúm como Chicuarotes emprenden
búsquedas semejantes, sobre todo, por cómo incorporan el contexto a sus medios
expresivos. Cada película merece una atención profunda y una descripción
pormenorizada porque sus contextos son diferentes. Sin embargo, en cuanto a su
recepción producen efectos similares; el más acentuado es la conmoción. Y he
ahí el primer rasgo de este tipo de arte que incorpora contextos muy específicos
a su representación; opera por efectos que acercan al espectador a las diversas
tramas. Este punto es delicado si pensamos en el efecto de distanciamiento que
Brecht pedía al teatro. Entre más se distancia el espectador de lo contemplado,
más efecto surtirá sobre su psique. Ambas películas logran ese efecto de
distanciamiento en varios momentos pero, en otros, son demasiado explícitas y
acercan el sentir del espectador a su trama lo que genera ciertos tintes
melodramáticos que impiden separarse de lo contemplado; hay una identificación
pasional con los personajes y el nivel simbólico se reduce, por lo cual, sus
efectos pueden ponerse en entredicho.
Las actuaciones de ambas películas son magistrales por su estridencia, hacen que las grandes masas se sientan compelidas, arrastradas por las escenas, deseosas de que terminen, incrédulas ante lo que ven como si no las aludiera. De Cafarnaúm, por ejemplo, las personas apabulladas salían de la sala en la función a la que asistí. ¿Qué las ofendía o saturaba? ¿Ver retratada una evidente e insoslayable verdad de nuestro tiempo: la miseria de los niños en países pobres, sin soluciones ni alternativas, condenados a la violencia? Hechos sin precedentes los de una época que es consciente de su irremediable extinción. La propuesta es monstruosa y paradójica en un mundo capitalista ciego ante sus evidentes problemas porque no puede dejar de producir mercancías, incluyendo la de seres humanos. Pensar que no podemos desarrollar lo que el sistema espera de nosotros: la procreación, resulta un asunto tabú porque los estados no están dispuestos a responsabilizarse por un problema cuyo estatuto jurídico, psíquico y social nunca ha sido definido como mercantil.
Chicuarotes plantea un problema similar: la violencia de los jóvenes en zonas de alta pobreza y delincuencia en Ciudad de México. Ambas películas preguntan ¿para qué el despilfarro de vida humana si, al final, esta se convierte en un acontecimiento insignificante, ridículo, absurdo? Ambos largometrajes muestran dos casos singulares y desarrollan el socio-drama de familias destrozadas por la precariedad pero, sobre todo, por una condición existencial que no se menciona explícitamente y que es la falta de sentido de vida en un sistema rapaz, ridículo que ya no encuentra por qué a su existencia y que cada día se beneficia con su propia muerte: no hay remedios ni salidas, ni siquiera sabemos cómo vivir cada día, los adultos, los niños, con calidad de vida, con sentido de ser.
Las actuaciones de ambas películas son magistrales por su estridencia, hacen que las grandes masas se sientan compelidas, arrastradas por las escenas, deseosas de que terminen, incrédulas ante lo que ven como si no las aludiera. De Cafarnaúm, por ejemplo, las personas apabulladas salían de la sala en la función a la que asistí. ¿Qué las ofendía o saturaba? ¿Ver retratada una evidente e insoslayable verdad de nuestro tiempo: la miseria de los niños en países pobres, sin soluciones ni alternativas, condenados a la violencia? Hechos sin precedentes los de una época que es consciente de su irremediable extinción. La propuesta es monstruosa y paradójica en un mundo capitalista ciego ante sus evidentes problemas porque no puede dejar de producir mercancías, incluyendo la de seres humanos. Pensar que no podemos desarrollar lo que el sistema espera de nosotros: la procreación, resulta un asunto tabú porque los estados no están dispuestos a responsabilizarse por un problema cuyo estatuto jurídico, psíquico y social nunca ha sido definido como mercantil.
Chicuarotes plantea un problema similar: la violencia de los jóvenes en zonas de alta pobreza y delincuencia en Ciudad de México. Ambas películas preguntan ¿para qué el despilfarro de vida humana si, al final, esta se convierte en un acontecimiento insignificante, ridículo, absurdo? Ambos largometrajes muestran dos casos singulares y desarrollan el socio-drama de familias destrozadas por la precariedad pero, sobre todo, por una condición existencial que no se menciona explícitamente y que es la falta de sentido de vida en un sistema rapaz, ridículo que ya no encuentra por qué a su existencia y que cada día se beneficia con su propia muerte: no hay remedios ni salidas, ni siquiera sabemos cómo vivir cada día, los adultos, los niños, con calidad de vida, con sentido de ser.
Al mostrar los casos singulares, las películas producen
efectos de empatía que, quizás, en este momento, sean adecuados para despertar
a grandes masas poblacionales que se rehúsan a comprender su propio contexto y
a razonar los problemas del mundo en el que viven. ¿Es esto válido, adecuado,
“pertinente”? Los puristas del arte pensarán que hay un “regodeo” en la
miseria, pues trasladan el problema estético a la esfera ética, y este es el
punto central de discusión. ¿Se puede retratar una realidad a la que el artista
no pertenece con el fin de denunciar un contexto? ¿Qué aportación estética se
pueden extraer de estas filmaciones?
No hay duda de que en ambos casos hay una necesidad de expresar una serie de problemas y con la pretensión de hacerlo de forma artística. A diferencia de algunas series melodramáticas de televisión, las películas utilizan una trama definida —es decir un cómo nombrar— que, claramente, en muchos momentos, tiene una proyección estética. Los paneos de un horizonte muerto en el caso de Cafarnaúm, los acercamientos a los rostros infantiles tristes y bellos, cadáveres sin fin, son un universo de afectos que habría que analizar en cada secuencia; en Chicuarotes, el sentido del humor, la ironía son paisajes de una naturaleza contrapuesta a una ciudad ruinosa y terrible.
Vuelvo a la pregunta, ¿qué sucede cuando la violencia forma parte del arte e incomoda porque, aunque “estetiza la violencia”, también dice algo no tan equívoco del malestar social y por eso cimbra e irrita al espectador? ¿No parece que las personas desean que la violencia exista sola, muda, en su esfera “real”, carcomiendo el contexto de amplios grupos humanos, de los animales o de la naturaleza entera, sigilosa, distante, disminuida por el plástico sin fin…, para no verla, para no asumir su horror? ¿Por qué no podemos atender a ciertos contextos sórdidos, espanto de otros (siempre de otros) sin que podamos si quiera procesarlos? ¿Por qué en la nota periodística es más soportable que en el arte? ¿Por qué vivimos en una perpetua parálisis y cerrazón, prefiriendo no ver, pasando de largo y punto, y por eso no cambiamos, despiertos, aunque duela? La intención del artista murió a principios del siglo XX, lo único que queda es sentido —es infinito, hermoso, brutal. ¿Por qué somos incapaces de describir en vez de juzgar? ¿Por qué tememos tanto que arda la mirada?
No hay duda de que en ambos casos hay una necesidad de expresar una serie de problemas y con la pretensión de hacerlo de forma artística. A diferencia de algunas series melodramáticas de televisión, las películas utilizan una trama definida —es decir un cómo nombrar— que, claramente, en muchos momentos, tiene una proyección estética. Los paneos de un horizonte muerto en el caso de Cafarnaúm, los acercamientos a los rostros infantiles tristes y bellos, cadáveres sin fin, son un universo de afectos que habría que analizar en cada secuencia; en Chicuarotes, el sentido del humor, la ironía son paisajes de una naturaleza contrapuesta a una ciudad ruinosa y terrible.
Vuelvo a la pregunta, ¿qué sucede cuando la violencia forma parte del arte e incomoda porque, aunque “estetiza la violencia”, también dice algo no tan equívoco del malestar social y por eso cimbra e irrita al espectador? ¿No parece que las personas desean que la violencia exista sola, muda, en su esfera “real”, carcomiendo el contexto de amplios grupos humanos, de los animales o de la naturaleza entera, sigilosa, distante, disminuida por el plástico sin fin…, para no verla, para no asumir su horror? ¿Por qué no podemos atender a ciertos contextos sórdidos, espanto de otros (siempre de otros) sin que podamos si quiera procesarlos? ¿Por qué en la nota periodística es más soportable que en el arte? ¿Por qué vivimos en una perpetua parálisis y cerrazón, prefiriendo no ver, pasando de largo y punto, y por eso no cambiamos, despiertos, aunque duela? La intención del artista murió a principios del siglo XX, lo único que queda es sentido —es infinito, hermoso, brutal. ¿Por qué somos incapaces de describir en vez de juzgar? ¿Por qué tememos tanto que arda la mirada?