Muchas gracias a la Feria del libro de la UAM dedicada a los estudios sobre la mujer, a Sur+ y a Sara
Uribe por la invitación a presentar este
libro que me ha marcado de forma rotunda. Mi idea en este texto es conversar
con ustedes qué fue lo que me sucedió cuando leí Antígona González y, después, algunos rasgos advertidos en el texto
y un posible vislumbre de lo que significa en nuestro contexto.
Llegué a Antígona González, azarosamente, por una
recomendación. Ya desde el título presentaba diversas dificultades, estaba
signado por la “Antígona” de Sófocles y las diversas apropiaciones de dicha
obra en Latinoamérica y el mundo; desde allí, me advertía que iba a ser un libro
rebelde. Lo leí devorando para tratar de llegar a un final sin final y deteniendo
todo pensamiento para escucharlo, dejarlo hablar, permitirle destrozarme.
Cuando terminé, el mundo había cambiado, me topaba por primera vez con un
personaje muy de nuestros días, tan cercano que casi asusta; conmueve, atrapa, pero, a la vez, nos
empuja y nos pone contra la pared. Los mejores textos para alguien que escribe
literatura son aquellos que lo impulsan a escribir, que remueven su interior y
dinamizan el pensamiento. Con Antígona
González no tuve más remedio, me senté y escribí. Y lo que expulsé fue un
texto sobre el libro, que lejos de ser un documento crítico —una reseña más, justamente, como ésta— era un texto encarnado. Un texto en el que Antígona
González se transfiguraba en mi propio rostro y me impulsaba a preguntarme por
los nombres, la vida, la historia, en suma, ¿qué está pasando en nuestro país?
Y ¿por qué es tan importante que no perdamos de vista el contexto que nos
aqueja?
En aquel
texto pensaba en los nombres; en el mío, en el de esa Antígona González que, en
realidad, somos todas las mujeres: mujeres que perdemos el cuerpo de aquellos a
los que amamos y el propio; mujeres valientes y rebeldes que buscamos cómo
enfrentar nuestro presente siempre desde la dificultad y desde leyes
desfavorecedoras; mujeres madres, hijas, hermanas, que buscamos la justicia
cuando se hiere a los nuestros. El libro de Sara Uribe me hizo pensar cuán poca
atención ponemos en una palabra tan pequeña, tan ordinaria, tan insignificante
como lo son nuestros nombres cuando en el día a día sólo forman parte de una
credencial o son pronunciados en voz alta y con poca importancia en alguna
fila. Y mi texto resultó un espacio
vívido en el que también pensaba en el nombre de los muertos, de esos que
leemos en los periódicos todos los días y que cada segundo pesan menos o en el
de las mujeres que todavía buscan a sus hijos aún después de años de
desaparición. Y la lectura resultó una conmoción que cimbró mi mundo, al ser quebrado
con una pieza de arte que logra hacer coincidir dos aspectos que
literariamente, tienden a separarse, sobre todo, en las teorías que privilegian
la expresión y la literariedad: el
material verbal y el contexto histórico. El ensayo del que les hablo, fruto de
mi primera lectura de Antígona González,
se puede encontrar en la revista digital Luzzeta (http://www.luzzeta.com/contenido.php?id=29). Ésa fue mi primera travesía; una lectura, si quiere, impresionista, como lo son casi todos los primeros acercamientos a
un libro que nos transforma y quiebra nuestras convicciones anteriores.
Después
vinieron otras dudas; cuestiones referidas al “distanciamiento”
que Bertolt Brecht exigía para la obra de arte, cuando ésta produce un
alejamiento emocional para volcarnos en un universo en el que la idea y la
decisión se vuelven engranajes centrales del texto. Son conocidas las objeciones
a escribir literatura bajo las exigencias de un partido determinado, porque
terminaríamos produciendo una obra panfletaria en caso de que la estética se
subordine a un programa político; sin embargo, el desprendimiento de los
escritores de una ideología determinada (y aquí sigo la definición más precaria
del término, la ofrecida por Terry Eagleton en su estudio homónimo, cuando dice
que la ideología es un “conjunto de ideas”), ha producido una literatura
inserta en los modelos más acendrados de un mercado, cuyo valor principal
consiste en una expresividad que privilegia el entretenimiento y la alienación.
Muchos, por suerte no todos, de los escritores que se proponen insertarse en un
mercado editorial igualmente voraz como lo son todos los mercados actualmente,
terminan por producir textos sin ninguna ideología; textos adormecedores,
ramplones y fácilmente traducibles, en los que el contexto es una mampara
artificial en la que el lector se identifica de forma automática con un
escenario y no con un vórtice en movimiento, siempre cambiante, cuestionable,
caprichoso, que se modifica tanto como lo hace el ser humano con todas sus
paradojas y contradicciones. De igual manera, muchos de estos libros carecen de
un trabajo consistente con la lengua. Las dos acciones no pueden malentenderse:
la cercanía con determinado contexto se refiere en parte a la creación de
símbolos que consigan atravesar la historia y mantener ante ella una visión
crítica; el trabajo consistente con la lengua, por su parte, no se refiere al
empleo de determinada retórica, sino al cuidadoso andamiaje textual en el que
la musicalidad, el ritmo, la creación de imágenes y el uso de recursos han sido
minuciosamente reflexionados dentro de la propuesta estética particular a la
que se suscriben. Lo que distingue a cada creación es el sello estilístico y
profundamente personal con el que ambas cuestiones quedan saldadas en la obra.
Anderson Imbert dice con respecto al ensayo literario que, dado que éste es un
género proteico, diverso y a la vez íntimo: “no puede haber dos ensayistas que
escriban igual”, pero la frase es también aplicable a todo libro dentro de un
conjunto que pugna por plasmar una visión
y un hacer determinados dentro de una
reflexividad particular.
Antígona
González por su cuenta, es un libro extraordinario porque con sencillez, un
trabajo pertinente y hondo de la lengua y un diálogo muy concreto con una obra
determinada de la antigüedad griega, logra presentar un texto visionario, crítico
e íntimo con una propuesta estética peculiar que incluye una reflexividad en
torno a un problema histórico, que trasciende la historia personal de un Yo específico, para apropiársela a
través de un Él (en este caso un Ella: Antígona González). ¿Y qué sucede
con aquel “distanciamiento” brechtiano? Que esa conmoción que nos produce el
libro, la catarsis en sentido aristotélico,
queda quebrada cuando terminamos de leer y nos sentimos completamente alejados
y distanciados de una realidad que ya ha transitado de la emoción al ámbito de
la idea. Nosotros, los que no estamos en medio de las balas, no hemos perdido a
nuestros hijos o a nuestros hermanos, nos encontramos delante de un fenómeno
que exige toda la atención y comprensión posibles; entendemos entonces que los
que han perdido los nombres que leemos en los periódicos en el día a día, todas
esas personas sin rostro tocadas por ese término tan común y tan incomprensible
a un tiempo en nuestro país, deben ser meditadas y renombradas de algún modo. El
problema que emocionalmente perdemos de vista en el instante en el que no
estamos en él, nos incita a preguntar, porque es una realidad próxima, que
estalla de pronto, cerca, más allá de nuestras emociones y nuestra empatía por
los afectados directamente, nos exige un pensamiento, una idea, una nueva nomenclatura. Antígona González nos
pone en jaque delante de un contexto del que es fundamental distanciarse para
poder transformar nuestra visión indiferente.
Nuestras consciencias están cambiando
imperceptiblemente. Y la literatura, lejos de adscribirse a
determinada función es, más bien, uno de los intersticios por los que
podemos mirar el mundo a través de otros parajes en los que resistimos los
embates de la compleja, incomprensible y aplastante realidad histórica. Hay que decirlo, la
concepción de muerte que comienza a insertarse en nuestra definición del ser
humano, no es una muerte “natural”, aquella que debemos entender para disfrutar
la vida cada segundo ni aquella que aislamos, ingenuamente, en hospitales o
asilos como decía Walter Benjamin al pensar la guerra en “El narrador”. No, la
muerte que nos anda rondando es un monstruo de mil cabezas, de asesinatos y
desaparecidos, de fosas y criminalidad; ésa es la muerte que estamos
viviendo en México: el narcotráfico con sus mantas y mensajes siniestros, que cada día es más difícil nombrar, de sicarios o máquinas asesinas, de gritos y dolor, de impotencia e impunidad, de corrupción e indiferencia.
No hay “responsabilidad” en el sujeto que
crea al modo sartreano; las vanguardias artísticas nos hicieron comprenderlo;
no tiene porqué existir una militancia específica en el creador si no nace en
él de manera genuina y por su propia historia personal, pero sí puede existir
otra mirada, otra visión, otra conmoción y otra sensibilidad; distinta, no a la
de sus contemporáneos, civiles e iguales en el mismo sendero histórico, pero sí
distanciada de los discursos dominantes, uniformadores, alienados, en los que
se privilegian determinados valores escondidos en los pliegues de todos
los productos que nos rodean en el sistema político en el que vivimos. Un libro
no salva el mundo, pero un libro sí puede ofrecer otros parajes de comprensión
del mismo.
Lo anterior
no es, por supuesto, lo único que se puede decir de Antígona González. Es importante describir el cómo, la retórica que el libro sustenta. Y quizás uno de sus
grandes aciertos sea colocarnos frente al problema de los géneros; sostenerse como un libro que es profundamente
orgánico en la forma en la que halló su expresividad. ¿Qué es Antígona González? ¿Un poema largo, un
cuento, una novela, una obra de teatro? Es un libro que rompe con los cánones
genéricos y que nos obliga a pensar que, efectivamente, tal y como lo afirma Todorov,
los géneros literarios no se destruyen, sino únicamente se transforman. El
texto requirió ser contado de esta forma, su motivación no es caprichosa, obedece a las voces textuales que necesitaban confabularse de esta
manera única. La organicidad textual consiste, precisamente, en que no vemos,
de manera explícita, esos hilos que sostienen la construcción textual y la
apropiación e intertextualidad aparecen ante el lector como un tejido estructurado
y sencillo. Es así, un libro compacto, cerrado, que retoma de su texto padre
(la “Antígona” de Sófocles), lo básico, sin que le sobre o falte nada y con
ello nos ofrece fragmentos precisos, claros, hermosamente trabajados, con
imágenes que nos nadarán en la mente bastante tiempo. Aquí, una muestra:
Un vaso roto. Algo que ya no está, que no existe.
Que se halla en
paradero ignorado, sin que se sepa si
vive. Sin que se
sepa.
Yo me quedé pensando en el verbo desaparecer. Ellos
dijeron: Tadeo no aparece y yo pensé en el mago
que iba a nuestra primaria. En Tadeo tras la celosía
mirando a hurtadillas porque a nuestra madre no le
alcanzaba para darnos los cinco pesos de la función.
Desaparecer siempre fue para mí un acto de prestidigi-
tadores. Alguien desaparecía algo y luego lo volvía a
aparecer.
Un acto simple.
(p. 18)
No, Tadeo, yo no he
nacido para compartir el odio.
Yo lo que deseo es lo imposible: que pare ya la gue-
rra, que construyamos juntos, cada quien desde su
sitio, formas dignas de vivir, y que los corruptos, los
que nos venden, los que nos han vendido siempre al
mejor postor, pudieran estar en mis zapatos, en los
zapatos de todas sus víctimas aunque fuera unos se-
gundos. Tal vez así entenderían. Tal vez así harían lo
que estuviera en sus manos para que no hubiera más
víctimas. Tal vez así sabrían por qué no descansaré
hasta recuperar tu cuerpo.
(p. 59)
¿Qué cosa es el cuerpo cuando alguien lo desprovee
de nombre, de historia, de apellido? Que era una
probabilidad.
Cuando no hay faz ni rastro ni hue-
lla ni señales. Que los
iban a traer aquí. ¿Qué cosa
es el cuerpo cuando está perdido?
(p. 68)
Podría
continuar reflexionando sobre más problemas en torno a Antígona González y ofrecer un análisis
más minucioso de sus diversos elementos porque el libro no se agota. Esto
también le toca a los otros lectores; lectores que ya no se conforman con la
conmoción descrita de determinada realidad, sino que irán en busca de las ideas
que puedan darnos pistas sobre cómo comprender y combatir el panorama histórico
en el que vivimos, para transmitirlo a los otros, para generar un mundo que plantee otras decisiones vitales con las que podamos subsistir empujando la
criminalidad, los asesinatos y la descomposición social que nos rodea en la que se desdibuja, continuamente, la figura del otro para suplantarla por la rapacidad y el exterminio. Sé que el libro continuará planteando dudas sobre el quehacer creativo
y sobre las relaciones de la literatura con su contexto. Es un libro
joven, fuerte, conciso; es la muestra de que estamos despiertos y que todavía
se respira una literatura de resistencia.
Antígona González soy yo y también tú.
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