sábado, 15 de octubre de 2011

Minificciones. (Vers. 0)

La tristeza se va como se van todas las cosas. Uno despierta un día y ya volvió a ser el rabioso de antes, pero un poquito distinto. Ahora los párpados pesan más. Pasó un tren y nos ensordeció. Dejó su tatuaje en las vías del tiempo. Los hombres hablan o quizá tan sólo murmuran y están en la fiesta eterna mientras deseamos que alguien nos tome de la mano y nos acompañe durante el camino. Pero quizá no habrá nadie allí y al final parece que da igual.

Emprendemos viajes de los que simplemente ya no regresamos. Nos queda la nata de nuestro pensamiento que articula lo que creemos nuestra más íntima pertenencia: la maletita de los recuerdos. Pero hasta eso se  escapa y con el tiempo, comenzamos a modificar a nuestro antojo esa relojería delirante y a prefabricar un presente siempre falso y un tanto hipócrita.

El otro día me comía una nieve que me transportó a mi infancia en Oaxaca; al mismo tiempo escuchaba canciones populares que también traían las resonancias del pasado cada día agigantado por la edad. Y entonces pensé que la tristeza, esa materia que resbala de nosotros involuntariamente compitiendo con el sudor del frío, es tan escurridiza como una nieve de tuna roja. Menos mal que algunos dejamos que permanezca un rato dentro de nosotros para que cuando se vaya, no regrese pronto. Y sentada allí, oyendo al trío aquel, sentí la sangre recorriendo los ductos. Qué ganas me dieron de tomarte de la mano entonces y de escuchar solamente tu mirada sencilla.