viernes, 19 de mayo de 2017

Esperpentos y escaleras

El libro de Susan Buck-Morss, titulado Dialéctica de la mirada: Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes, es una verdadera delicia. Recoge, amorosamente, diversos aspectos del Libro de los pasajes; se nutre de la reconstrucción poética benjaminiana de los fósiles, los fetiches, las ruinas, etc. Convertida en una detective histórica, Buck-Morss, tal y como declara en el prefacio, se sumerge en la reconstrucción imposible que todo paseante de este compendio, se obliga a reconstruir. Sin embargo, no se trata de una historia "autorizada": es apenas el susurro de algunos elementos que permanecen en la mirada del lector. La historia nunca la escriben los vencedores (aunque sea esa la que permanece en los libros y en las fuentes autorizadas), los poderosos o los agentes de ciertos privilegios oscuros; la historia que se queda, mundo hermoso y secreto de la verdad, es ilegítima, bastarda. Se esconde en los libros ignorados, siempre latente, y acecha para aparecer en la victoria de su ocultamiento. 

El Libro de los pasajes como muchos libros capitales para el pensamiento humano, asumía su ruta clandestina y desheredada. Una ruina, al fin y al cabo, transitorio y eterno a la vez. Dentro de él hay concepciones que iluminan conceptos fundamentales del siglo XX, una importante es la de símbolo, urdida en el complejo entramado del universo de las mercancías, que oscilan en numerosos ejes en los que la historia natural, la naturaleza histórica y la historia mítica ejercen notable influjo. 

La noción de símbolo benjaminiana explica el "esperpento" de Valle-Inclán: un espacio que da sentido a los fragmentos históricos de la España rota del siglo XX. Mirada en espejo cóncavo, deformación o, más bien, ajuste del lente en busca de la mirada correcta, el esperpento permite desarrollar tipos a través de personajes desdoblados que reconstruyen la Historia, acaso la 'verdadera'. Al esperpento se le ha considerado "género literario", pero su realidad corresponde más exactamente a la del símbolo; una irradiación de sentido permanente, trasladable a otras épocas, efigie de mundos repetidos y posibles actualizaciones infinitas. 

El esperpento alude a la mirada, el título de Buck-Morss viene a cuento por ello, pero en un sentido casi contrario: un tren que arrolla la lentitud. ¿Qué sucede con la relación del esperpento y la dialéctica? La generación del 98 estuvo fuertemente influida por Nietzsche, sus vínculos con la dialéctica son problemáticos. Pero el esperpento no deja de mirar; insiste también en ser mirado; así sucede con los símbolos latentes, que se quedan para expandir su música y asustan al sueño. El símbolo, al aparecer, ya sea en Tirano Banderas o en Max Estrella, por decir, reactiva su potencia dormida y vuelve a irradiar el sentido que debe reconstruirse.

La realidad histórica española del desastre en los primeros años del siglo XX, necesitaba ser mirada a través de símbolos poderosos, por eso el Quijote, los campos de Castilla, el alma profunda española, se convierten en formas de comprensión de la realidad: su síntesis inmediata. La pobreza, el desamparo, la orfandad de la época requerían miradas, pero miradas que pudieran englobar realidades, tal y como sucede con los símbolos: así fue posible contemplar la transparencia de las implicaciones históricas circundantes. Y, después de todo, ¿un símbolo no es una escalera? ¿Una visión que implica subir y bajar en busca de sentido?

¿El esperpento continúa irradiando su influjo, proporciona visiones que atraviesan otras realidades históricas? Efectivamente, si conserva los remanentes simbólicos, es decir, las trazas de sentido que no se intercambian. ¿Cómo mirarlo y comprenderlo a un siglo de distancia? 




Notas sobre "generaciones literarias" (La Generación del 98 y la del 27 españolas —apenas rastros...)

Las características que convierten a un grupo de escritores en una generación son complejas. Para un especialista en historia literaria, la agrupación se debe al afán de organizar un campo de conocimiento que esclarece las razones históricas de ciertos tránsitos temporales y espaciales de unas etapas estéticas a otras. Se trata de elaborar rutas que clarifiquen la voluntad, siempre minuciosa, del historiador, concentrado en clasificar y ordenar el laberinto. Los historiadores más atentos ocuparán tiempo en recoger, puntualmente, cada nombre, fecha y dato que corrobore rastros y huellas. Un trabajo fundamental y aristotélico: el registro taxonómico no obedece simplemente a una voluntad enciclopédica, sino al control absoluto de un campo de saber. 

El teórico, en sentido cruzado, observa un conjunto de rasgos que prevalecen en cuanto a orientaciones estéticas. Las características que se han atribuido a las generaciones literarias, tales como el tiempo vital histórico compartido o el mismo lugar de nacimiento, son insuficientes para explicar los caracteres que singularizan las escrituras. Dos ejemplos interesantes ofrecen rasgos particulares. Más que definir las obras como conjuntos, las sitúan en conversación. Se trata de la generación del 98 y de la generación del 27 españolas. Dos periodos estéticos prolijos. Ambas son espacios coyunturales de entendimiento histórico de la primera mitad del siglo XX, en la que fenómenos importantes tienen lugar en el campo literario (las literaturas del exilio político —no únicas, desde luego, pero sí predominantes— y el surgimiento social de nuevos lectores; una clase media maltrecha y empobrecida "espiritualmente" al decir de Unamuno). 


                            

Las generaciones del siglo XX españolas también se inscriben en la reflexión de los presupuestos de las vanguardias europeas y suscitan numerosas discusiones y planteamientos para la literatura y el arte. Desde sus diversos quehaceres, tejen literaturas enclavadas en raigambres propias, sin depender de las influencias francesas ni de la sombra de otras literaturas. Y, por supuesto, cuestionan sus mecanismos de composición, colocan en tela de juicio el acto creador; de ahí que los personajes nebulosos de Unamuno increpen al autor: síntoma de la ebullición del verbo observándose en el espejo de su andamiaje.


                            Unamuno lector

Si el modernismo, como dice Paz en Los hijos del limo, es el verdadero Romanticismo de América Latina, la generación del 98 y la del 27 son construcciones de identidad estética a partir de lo propio sin negar lo de afuera. Se trata de producciones inauditas en un sentido rítmico; danza de una voluntad creadora emancipada. Son la asunción de expresividades concebidas desde parajes radicalmente asumidos como propios, aunque posean influencias y rasgos de época.


Las dos generaciones responden a impulsos distintos; la del 98 a las condiciones socio-políticas y económicas de principios del siglo XX: la pérdida de las últimas colonias españolas, la reconstrucción del ser español, el nacimiento de un nuevo pensamiento político; la del 27, a impulsos estéticos inspirados en la poesía pura, el resurgimiento de Góngora como influencia, las poéticas del exilio. Estas conjunciones, políticas, en un caso; estéticas, en el otro, suscitan las dudas de cómo y por qué considerar a estos escritores una generación. Sabidas son las disputas y las diferencias entre ellos; la comparación de sus obras es estéril, pues cada una merece una consideración crítica pertinente.  


                               Pío Baroja camina en el entramado del bosque

No es posible encasillar a Ganivet, a Unamuno, a Pío Baroja, a Valle-Inclán, a Maeztu o a algún otro autor de la Generación del 98 en el estrecho casillero de características de los manuales de historia literaria. Tampoco son equiparables las obras de Alberti, Aleixandre, Cernuda, Lorca, Guillén, Salinas o Gerardo Diego. ¿Qué queda? Para la historia literaria, un puñado de fechas y publicaciones próximas. Por ejemplo: el hecho de que en 1923 se publicara Presagios de Pedro Salinas, en 1924, Marinero en tierra de Rafael Alberti; en 1925, Tiempo de Emilio Prados; en 1926, Las islas invitadas de Manuel Altolaguirre; en 1927, Perfil del aire de Cernuda, y en 1928, Cántico de Jorge Guillén. (Cano, 1973, p. 12).





Hay otro rasgo también importante que ofrece cauces de reflexión; se trata de la presencia de dos sombras, olmos secos y fértiles a la vez, que susurran diluidos en los versos rebeldes de los jóvenes: Antonio Machado y  Juan Ramón Jiménez, padres poéticos, tejido de una tradición. Qué complejas relaciones estéticas sugieren las influencias. La presencia de Rubén Darío y de Neruda también rondan las orillas de las nuevas expresividades. Los vínculos no son claros ni polares, tampoco sumisos o únicamente contestatarios. Sin duda, hay un campo fértil que se ha pensado desde numerosos ángulos. Cada indicio es digno de reflexión.

Un astro que acompaña a la generación del 27 y que ilumina con su candor poético y ensayístico esta ola de masculinidades, es la figura fundamental de María Zambrano. Reflexionó en la poesía y reactualizó muchos de los postulados de Ortega en torno al pensamiento filosófico. Zambrano pone en evidencia que la Historia necesita expresividades propias y que el ser de España expande sus secretos en la poesía; se despliega en ella sigilosamente a la manera de la "intra-historia" de Unamuno, que es la 'verdadera' y profunda historia de un pueblo. A veces la presencia de Zambrano se olvida en la numerosa nómina de poetas de la época. 




De todas estas obviedades queda extraer algunas conclusiones: el estudio de las generaciones poéticas corresponde a la historia literaria para clasificar un saber que, en el siglo XX español, es complejo y vasto. Pero la consideración de la generación no debe fomentar una pereza crítica: la del reduccionismo. Cada obra merece atención particular, incluso, dentro de un mismo autor: no es lo mismo meditar en la novela o poesía unamuniana. De igual manera, el teatro de Lorca merece consideraciones particulares, muy específicas en comparación con otros libros (Romancero gitano y Poeta en Nueva York son conjuntos poéticos rítmicamente diferenciados y debidos a distintas músicas). 

Finalmente, los vínculos con las influencias complican y contradicen los presupuestos habituales en torno a las generaciones poéticas: ¿qué tanto permanecen los rastros, no de voz, sino de silencios y pausas, de respiraciones mudas y calladas, y tiempo sin tiempo y vejez envejecida en el trazo de los poetas de un porvenir que nunca llega?








martes, 9 de mayo de 2017

Philip Cummings

Esta es una cita que Philip Cummings, un joven estudiante norteamericano, que conoce a Lorca y que pasea con él en Granada, relata con respecto a un viaje en tren a París. La referencia se encuentra en la maravillosa biografía de Ian Gibson Vida, pasión, muerte de Federico García Lorca. El párrafo es profundo y hermoso: potro de lenguaje. Brioso, bravo, vivo: 

(Subrayé)


«Hablamos horas enteras siguiendo el ritmo de las ruedas del tren sobre los raíles, hablamos del sentido de la vida y de que el hombre juega al escondite con la muerte. Le pregunté qué significaba realmente la vida para él. Su respuesta fue sencilla: «Felipe, la vida es la risa entre un rosario de muertes. Es mirar más allá del rebuznador hombre hasta el amor que reside en el corazón de la gente. Es ser el viento y rizarse las aguas del arroyo. Es venir de ningún sitio y estar en todas partes rodeado de lágrimas.»

Gibson duda de la veracidad de este fragmento pero, por las imágenes, resulta verosímil. La idea de un "rosario de muertes" es muy singular. Lorca, cruzado por su raigambre gitana, pero atravesado también por el catolicismo, construye parajes poéticos que oscilan entre diversos marcajes: el surrealismo, el suelo rítmico andaluz oriental, la religiosidad, la música popular. 

"Estamos rodeados de lágrimas" alude a la vida como dolor agudo y punzante; corazón en llamas. Lo culto y lo popular están combinados en la poesía que cicatriza en los márgenes de una voz convertida en cuerpo: romancero gitano

(Gibson, repito, duda de la veracidad del pasaje.)

jueves, 4 de mayo de 2017

Omisiones y laberintos

En el texto brotan tradiciones e influencias. Se tejen a través citas, paráfrasis o menciones explícitas a otras obras. En niveles más profundos, las obras literarias reconstruyen alegórica, parabólica e irónicamente sentidos velados; también sostienen vínculos sutiles con influencias, lecturas y ritmos. La "angustia de las influencias" de Harold Bloom evoca el ruido que atañe a toda obra y que la sumerge en su propio laberinto. La tarea de descubrir las ocultaciones, es del lector.

  Texto entraña, en su etimología, al tejido. Trama o red de alusiones secretas. Quizá por eso Ricardo Piglia entreveía una historia oculta en todo cuento; la historia leída y la historia escondida: dos polos cruzando las calles misteriosas del narrare. Hay tradiciones literarias que son más proclives a declarar abiertamente sus influencias; es un rasgo de complicidad ante el lector; franqueza que se relaciona con la conceptualización misma de la "tradición" y de la "influencia", pero también con un papel autoral que expone, en diversos paratextos, cuáles han sido sus lecturas y no teme reconocer abiertamente qué lo ha influido. Entreveo esta actitud en las generaciones del 98 y del 27 españolas, cuestión a la que me referiré en otra entrada de este blog.

  Los argumentos de los autores sobre sus influencias no son necesariamente verídicos. El autor es una figura profundamente compleja y paradójica; nos obliga a cuestionar sus distintas funciones con respecto a los textos. Una cita de Barthes en El susurro del lenguaje ilumina el problema: «La obra está inserta en un proceso de filiación. Suele postularse una determinación del mundo (de la raza, luego de la Historia) sobre la obra, una consecución de las obras entre sí y una apropiación de la obra por parte de su autor. Se considera al autor como padre y propietario de la obra...» Contrapuesta a la "paternidad" del autor sobre la obra, el texto tiene vida propia, con lo cual, desde luego, no se desliga de su contexto ni se evade de la historicidad. No hay esencialismo en el presupuesto de la orfandad. Lo que hay es una consideración de la escritura como un universo que posee leyes propias que aplastan al ser de carne y hueso que la ha creado. Los nombres de Proust, Joyce, Macedonio Fernández, apenas si se convierten en el susurro que nombra sus colosos: La Recherche..., Ulysses o Museo de la novela de la Eterna. En polvo te convertirás...

      El laberinto de las omisiones de la crítica —incluida la del autor— es la tarea que augura al lector una actividad de estratega en guerra: en guerra de amor con el texto que tiene delante. Así se demora en su enigma, lame sus fisuras y erotiza sus navegaciones con incertidumbres sin resolución. La idea de que el lector es quien escribe no solo es una hermosa consigna. Tiene que ver con las exigencias de la literatura del siglo XX, una literatura abstraída en meditar su propia artificiosidad, concentrada en los mecanismos de composición que la dominan y en la "rarefacción" de su mensaje. El lenguaje literario, cumpliendo las profecías de Mallarmé, se vuelca sobre sí mismo; desplaza la inspiración romántica, realizada en el genio creador, y lo intercambia por un espacio cuyas leyes son visibles y palpables (¿acaso no podemos masticar los sonidos?).

    La figura autoral se transforma y se ramifica; rizomática, plantea fenómenos inquisitivos. Vincula con su estatuto el problema de la tradición y el de la influencia. Dos ejemplos ilustran la complejidad: el de Borges que teorizó sobre su propia obra en numerosos espacios, cumpliendo aquella caracterización del autor, según Ricardo Piglia en Crítica y ficción, que lo define como un lector privilegiado de su propia obra; Borges declaraba abiertamente la influencia de ciertos textos en sus obras, pero omitía otros, a algunos los denigraba, pero podrían rastrearse las influencias y filiaciones en sus cuentos. Basta pensar en "El libro de arena", que resume cómo el tejido literario se encuentra atravesado por numerosas influencias, no solo literarias sino de múltiples campos de conocimiento: la física o la matemática. La tarea de sospecha es fundamental, la reconstrucción de la tradición de una obra contemporánea no puede basarse en las apreciaciones tendenciosas ni del autor ni de la crítica publicitaria.

  Frente a la expansiva forma de vincular obra y comentarios críticos, existen espacios autorales reservados, cuyos hipotextos e influencias están cifrados en un complejo laberinto por descubrir, el ejemplo es Juan Rulfo. Aunque la aproximación es distinta, requeriría otras argucias, la exploración minuciosa de rastros en los textos: la reconstrucción paciente del crimen de la influencia. Con los dos ejemplos, la idea de la omisión resulta reveladora: la literatura es el abismo de lo no dicho. En ello se libra la lucha gozosa del lector: el descubrimiento de las salidas del laberinto o la resignada asunción del enigma. La literatura es un laberinto infinito. Nunca salimos de allí; por eso Blanchot la nombró diálogo inconcluso, conversación sin fin, habla interminable. La idea de que el lector pueda penetrar en el texto de forma radical hasta transformarse, tiene que ver con su indocilidad ante las disquisiciones engorrosas que intenta suministrarle el universo del consumo editorial o la parafernalia a la que los autores se subyugan con tal de que se vendan sus libros y sean reconocidos y alabados.

  La distinción entre los diversos tipos de paratextos es fundamental porque así, el lector puede ser agudo ante los discursos que se le presentan: distinguir entre un texto de carácter publicitario, incluidos los que un autor escribe sobre su propia obra, y el universo extraño y murmurante del texto, que reclama total entrega y que exige ciertas competencias. Lo elemental es distinguir que cada concepto ocupa un espacio específico y desglosa variadas implicaciones. Un texto se inscribe en determinado género, utiliza numerosos recursos sintácticos, mezcla retóricas, produce extrañamiento en los sonidos que susurra y enrarece sus construcciones lingüísticas elaborando un mundo de imágenes inauditas. En otro nivel, los conceptos también exigen reflexiones independientes; la palabra autor, por ejemplo, es compleja, pues se disemina como instancia biográfica, como función textual (ser un nombre que agrupa un conjunto de textos), y como un espacio que define determinada recepción (es decir, que la definición de autor también se ha modificado en las distintas épocas: no es lo mismo en el siglo XIX que en el XX). Los problemas se agudizan, pero el texto deviene ansia: ansia de ser la imponente omisión grávida, el laberinto ensoñado, la voz de otro. De forma radical: la otra escritura.

  "Animal de fondo", el texto literario reclama y grita y, dulcificado, murmura el silencio de sus paradojas. Nos pide el olvido y la borradura. Nadamos en él y olvidamos biografías y mensajes falsos, la escritura es aparición desaparecida por más raro que se lea, por más intrincado que resulte... Cuando brota la oscuridad, del abismo nace el tejido: laberinto, trenza, fuego, enigma: el don de gracia en el leer. El tanto olvido...