domingo, 15 de enero de 2012

Dudosos venenos

 
(Reseña aparecida este mes en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica sobre Fernando Benítez. Echen ojo a la gaceta:
 http://www.fondodeculturaeconomica.com/editorial/laGaceta/)

Nadie encarna nuestras emociones como nosotros mismos, así que expresivamente están condenadas a la opacidad. Las masticamos a través del lenguaje, pero nunca se ofrecen tan nítidas tal y como fueron experimentadas. El arte sublima la emoción cuando es tan sutil que apenas nos roza. Y, por segundos, olvidamos quiénes somos y podemos contemplar, por fin, la alteridad. El testimonio literario funciona por una constante explotación de ciertas sutilezas. La literalidad casi nunca conmueve y la insinuación alcanza mucho más el contexto, siempre particular y único, del lector. De ahí que nos someta la culpa que recorre la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi o la compleja sinceridad de Rousseau en sus Confesiones.
Con la idea de que todo libro abre el mundo y nos sumerge en su marasmo expresivo destinado a horadar un interior, me acerco a Agua envenenada de Fernando Benítez. Espero sucumbir a su intoxicación tal y como me sucedió con aquel tratado de caza en la Reina Margot o con El libro de los venenos de Antonio Gamoneda; la sorpresa es que el agua envenenada de Benítez sólo alcanza a marearme y a dejar la impresión ambigua de una sensación a medias. Esta novela se inscribe en la literatura testimonial, pero también tiene algo de diario, de memorias y, por supuesto, mucho de confesión, aunque ésta no la sentimos hasta el final cuando se relatan los hechos más violentos de la trama.
Narrada en primera persona, con una estructura simple, relata la historia de Tajimaroa, un poblado en Michoacán que asesina a su cacique explotador después de treinta años de sometimiento. El relato es contado por un cura compasivo, excesivamente plano por momentos, que todo, absolutamente todo, lo ve con la lupa de la bondad y la misericordia. Los otros personajes, quizá porque él mismo es así y así los mira, son iguales: o muy buenos o muy malos, pero lo que es un hecho es que la postura política del cura es muy clara: el pueblo oprimido debe liberarse. Él simpatiza con los feligreses, pero cuando tienen cercado a don Ulises el terrible cacique, caricatura del hombre poderoso que piensa que el pueblo es feliz bajo su látigo porque no sabe vivir en la libertad, se pone de parte del opresor y lo defiende, porque su compasión religiosa lo incita a la no tan sorpresiva obediencia católica de poner la otra mejilla. Ahora bien, toda esa escena final de un pueblo enardecido incendiando la casa del poderoso, aventando piedras y armada hasta los dientes con cuchillos y metralletas caseras, tiene mucho de thriller y es una de las partes más dinámicas de Agua envenenada, quizá donde realmente sentimos transcurrir la acción. Digamos que lo anterior, la descripción morosa, el escrutinio contextual y demás, es un poco más lento, aunque no está exento de prodigios poéticos como éste:
 Los hombres, como la luna, tienen dos caras. Una permanece voluntariamente sustraída de las miradas y a las más finas inquisiciones; otra, la visible, es de tal modo compleja, encierra tantas contradicciones bajo los accidentes comunes del rostro, que aún para los que tenemos acceso a la mitad vedada, es casi imposible penetrar en el sentido de esos dos rostros sin incurrir en graves deformaciones. (Benitez. p. 80.)
 
            Aquí sí, con estas anotaciones de carácter universal, la novela de Benitez alcanza un esplendor; luminosidad extinguida por la poca complejidad de los personajes, por su ausencia de dudas, por su complexión rotunda y fija como si fueran los prototipos de la picaresca. En cambio, el párrafo anterior nos toca, habla de nuestra intimidad; sacude. Cada quien, en efecto, se ha sentido vulnerado por un rostro lunar. Es en esos pasajes cuando la novela alcanza su dimensión justa y ya habla de nosotros mismos incitándonos a un diálogo y a una reflexión interminables. En cambio, cuando los personajes se enfrascan en la sujeción histórica tal y como si llenáramos un álbum de estampas, no nos abruman con esa existencia sobreexcedida que aumenta nuestra realidad como un espejo convexo. Vemos entonces al tirano chato y empequeñecido detrás de las letras, al libertario convertido en una efigie pálida de un gran héroe, a la mujer enfrascada en el patrón sin profundidad existencial. Armamos el puzzle con las piezas chatas, quemadas en los bordes. Esa dimensión interior del personaje, ese trasfondo inhumano, demasiado humano, construido a partir de las palabras, como una suerte de homenaje a una ficción que forzosamente se interiorizará cuando otro lea, está volcado en esos grandes caracteres que nos han hecho vibrar en todo tiempo, en toda historia. El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias es el tirano que todos llevamos dentro; Kirillov de Los endemoniados es la dimensión profunda del hombre frente a la muerte; la inocencia de la Cossette de Víctor Hugo no se cansa de mancharnos, después de habernos ofrecido su corruptible bondad.
Un personaje es arrastrado por las palabras, fisurado por ellas y, a su vez, nos hace volcarnos en un universo nuevo, total, cuando lo anhelamos todo: ser cada catástrofe, cada placer, cada deseo. Es imposible no convertirnos en Madame Bovary o en la regenta o no dejarnos transitar por Marcel y su tiempo perdido; es inaudito olvidar el cuchillo de Farabeuf sobre nuestra mirada o la mediocridad de José García y su libro vacío; tampoco podríamos ya obviar la sensación inconclusa de Susana san Juan recordándonos cada muerte. Hemos sido esas miradas, esas picaduras, esos desastres y fracasos. Lo hemos tomado todo de allí y no se agota. Volvemos a leer, a escribir y lo infinito se nos escurre para siempre. Lo que, simplistamente, los manuales literarios llaman “dimensión psicológica”, corresponde a una alteración del sí mismo, fruto de una lectura implicada, deseante: lectura perversa que determina al lector y que lo hace comprender su propio yo e imbricarse en una emoción probablemente, aún desconocida. Me asomo, palpo y soy  la catástrofe de otro. He sido seducida en el desorden expuesto, me revuelco en la alegría de la diferencia y salgo transformada; olvido mis convicciones anteriores; destruyo mi propia dimensión psicológica. Deseo atrapar la otra voz y anulo mi realidad para entrar en el universo de lo distinto. Una lectura de este tipo exige una intimidad compartida que es historia, literatura, existencia: todo a la vez. La novela de Benítez no me ha envenenado ni pervertido: únicamente constata las convicciones que tenía antes, que la fuerza tiránica no doblega a un pueblo sino que lo induce a rebelarse.
Contemplo así esta historia como un paisaje de las ruinas que han edificado un presente histórico que, sin duda, arrastra los abrojos de un pasado que se resiste a permanecer atrás. En este sentido, por supuesto, se vuelve necesario leer Agua envenenada, para recordar las raíces de un poder que todavía en la actualidad habla nuestra historia. Pero la novela permanece en esa planicie en la que no hay nada más que un horizonte lejanísimo sin proporciones justas. Echamos en falta esas dimensiones que nos arrastran hacia una nueva experiencia irreconocible en la que somos el cacique, el libertario, la mujer sumisa; todo a un tiempo. Es fundamental conocer nuestra historia, pero es aún más importante implicarnos en ella, revolcarnos en el color del pavo real el animal que el propio Benítez utiliza para simbolizar al vencido, y ser envenenados por la tinta que escribimos y leemos. Parece, al final, que esta comunión absoluta con una obra plantea el complicado asunto de la estetización de la política; la novela sublima la ideología cuando la vuelve sospechosa hasta para el personaje que la cree y entonces, duda.