jueves, 4 de mayo de 2017

Omisiones y laberintos

En el texto brotan tradiciones e influencias. Se tejen a través citas, paráfrasis o menciones explícitas a otras obras. En niveles más profundos, las obras literarias reconstruyen alegórica, parabólica e irónicamente sentidos velados; también sostienen vínculos sutiles con influencias, lecturas y ritmos. La "angustia de las influencias" de Harold Bloom evoca el ruido que atañe a toda obra y que la sumerge en su propio laberinto. La tarea de descubrir las ocultaciones, es del lector.

  Texto entraña, en su etimología, al tejido. Trama o red de alusiones secretas. Quizá por eso Ricardo Piglia entreveía una historia oculta en todo cuento; la historia leída y la historia escondida: dos polos cruzando las calles misteriosas del narrare. Hay tradiciones literarias que son más proclives a declarar abiertamente sus influencias; es un rasgo de complicidad ante el lector; franqueza que se relaciona con la conceptualización misma de la "tradición" y de la "influencia", pero también con un papel autoral que expone, en diversos paratextos, cuáles han sido sus lecturas y no teme reconocer abiertamente qué lo ha influido. Entreveo esta actitud en las generaciones del 98 y del 27 españolas, cuestión a la que me referiré en otra entrada de este blog.

  Los argumentos de los autores sobre sus influencias no son necesariamente verídicos. El autor es una figura profundamente compleja y paradójica; nos obliga a cuestionar sus distintas funciones con respecto a los textos. Una cita de Barthes en El susurro del lenguaje ilumina el problema: «La obra está inserta en un proceso de filiación. Suele postularse una determinación del mundo (de la raza, luego de la Historia) sobre la obra, una consecución de las obras entre sí y una apropiación de la obra por parte de su autor. Se considera al autor como padre y propietario de la obra...» Contrapuesta a la "paternidad" del autor sobre la obra, el texto tiene vida propia, con lo cual, desde luego, no se desliga de su contexto ni se evade de la historicidad. No hay esencialismo en el presupuesto de la orfandad. Lo que hay es una consideración de la escritura como un universo que posee leyes propias que aplastan al ser de carne y hueso que la ha creado. Los nombres de Proust, Joyce, Macedonio Fernández, apenas si se convierten en el susurro que nombra sus colosos: La Recherche..., Ulysses o Museo de la novela de la Eterna. En polvo te convertirás...

      El laberinto de las omisiones de la crítica —incluida la del autor— es la tarea que augura al lector una actividad de estratega en guerra: en guerra de amor con el texto que tiene delante. Así se demora en su enigma, lame sus fisuras y erotiza sus navegaciones con incertidumbres sin resolución. La idea de que el lector es quien escribe no solo es una hermosa consigna. Tiene que ver con las exigencias de la literatura del siglo XX, una literatura abstraída en meditar su propia artificiosidad, concentrada en los mecanismos de composición que la dominan y en la "rarefacción" de su mensaje. El lenguaje literario, cumpliendo las profecías de Mallarmé, se vuelca sobre sí mismo; desplaza la inspiración romántica, realizada en el genio creador, y lo intercambia por un espacio cuyas leyes son visibles y palpables (¿acaso no podemos masticar los sonidos?).

    La figura autoral se transforma y se ramifica; rizomática, plantea fenómenos inquisitivos. Vincula con su estatuto el problema de la tradición y el de la influencia. Dos ejemplos ilustran la complejidad: el de Borges que teorizó sobre su propia obra en numerosos espacios, cumpliendo aquella caracterización del autor, según Ricardo Piglia en Crítica y ficción, que lo define como un lector privilegiado de su propia obra; Borges declaraba abiertamente la influencia de ciertos textos en sus obras, pero omitía otros, a algunos los denigraba, pero podrían rastrearse las influencias y filiaciones en sus cuentos. Basta pensar en "El libro de arena", que resume cómo el tejido literario se encuentra atravesado por numerosas influencias, no solo literarias sino de múltiples campos de conocimiento: la física o la matemática. La tarea de sospecha es fundamental, la reconstrucción de la tradición de una obra contemporánea no puede basarse en las apreciaciones tendenciosas ni del autor ni de la crítica publicitaria.

  Frente a la expansiva forma de vincular obra y comentarios críticos, existen espacios autorales reservados, cuyos hipotextos e influencias están cifrados en un complejo laberinto por descubrir, el ejemplo es Juan Rulfo. Aunque la aproximación es distinta, requeriría otras argucias, la exploración minuciosa de rastros en los textos: la reconstrucción paciente del crimen de la influencia. Con los dos ejemplos, la idea de la omisión resulta reveladora: la literatura es el abismo de lo no dicho. En ello se libra la lucha gozosa del lector: el descubrimiento de las salidas del laberinto o la resignada asunción del enigma. La literatura es un laberinto infinito. Nunca salimos de allí; por eso Blanchot la nombró diálogo inconcluso, conversación sin fin, habla interminable. La idea de que el lector pueda penetrar en el texto de forma radical hasta transformarse, tiene que ver con su indocilidad ante las disquisiciones engorrosas que intenta suministrarle el universo del consumo editorial o la parafernalia a la que los autores se subyugan con tal de que se vendan sus libros y sean reconocidos y alabados.

  La distinción entre los diversos tipos de paratextos es fundamental porque así, el lector puede ser agudo ante los discursos que se le presentan: distinguir entre un texto de carácter publicitario, incluidos los que un autor escribe sobre su propia obra, y el universo extraño y murmurante del texto, que reclama total entrega y que exige ciertas competencias. Lo elemental es distinguir que cada concepto ocupa un espacio específico y desglosa variadas implicaciones. Un texto se inscribe en determinado género, utiliza numerosos recursos sintácticos, mezcla retóricas, produce extrañamiento en los sonidos que susurra y enrarece sus construcciones lingüísticas elaborando un mundo de imágenes inauditas. En otro nivel, los conceptos también exigen reflexiones independientes; la palabra autor, por ejemplo, es compleja, pues se disemina como instancia biográfica, como función textual (ser un nombre que agrupa un conjunto de textos), y como un espacio que define determinada recepción (es decir, que la definición de autor también se ha modificado en las distintas épocas: no es lo mismo en el siglo XIX que en el XX). Los problemas se agudizan, pero el texto deviene ansia: ansia de ser la imponente omisión grávida, el laberinto ensoñado, la voz de otro. De forma radical: la otra escritura.

  "Animal de fondo", el texto literario reclama y grita y, dulcificado, murmura el silencio de sus paradojas. Nos pide el olvido y la borradura. Nadamos en él y olvidamos biografías y mensajes falsos, la escritura es aparición desaparecida por más raro que se lea, por más intrincado que resulte... Cuando brota la oscuridad, del abismo nace el tejido: laberinto, trenza, fuego, enigma: el don de gracia en el leer. El tanto olvido...

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