(Leí El libro del frío de Antonio Gamoneda en una tierra lejana. Estaba aguardando los deshielos de la época, buscando el reloj descompuesto o quizá, sólo paseaba sobre mí para llegar a ningún lado. Lo leí una noche entera. Después volví a leerlo varias veces. Estaba en mi maleta y se afanaba en sus traslados; mutaba como un interior que se infla de sensaciones. Tiempo después fui a una lectura de Gamoneda aquí en México, me hubiera gustado preguntarle cómo dejamos que el dolor y el tiempo hablen a través de la escritura. Pero sé que me hubiera contestado con silencio, así que decidí callar. Miré a distancia a Gamoneda, a su esposa amable y dulce. Es un hombre sencillo, me dije. Después me fui sin decirle hola. Aquella tarde, de vuelta a casa, ya sólo pensaba que El libro del frío se halla separado de todo cuerpo y que la bondad y candidez de su progenitor se expresa en la miel negra de un invierno que cada año se repite a la manera de las campanas que citan a una comunión religiosa que cimbrará nuestro destino. Así que cada invierno lo leo y a veces cuando busco el transcurrir del cuerpo encima del tiempo, del dolor, de la añoranza, lo abro azarosamente y me deslizo sobre la nieve de un interior que corroe. Algunos fragmentos aquí...)
*
El mirlo en la incandescencia de tus labios se extingue.
Yo siento en ti grandes heridas y te desnudas en mis fuentes.
Se extiende el mirlo en las alcobas blancas donde soy ciego,
donde algunas veces, suenan en ti grandes campanas.
*
Busco tu piel inconfesable, tu piel ungida por la tristeza de las
serpientes; distingo tus asuntos invisibles, el rastro frío del corazón.
Hubiera visto tu cinta ensangrentada, tu llanto entre cristales
y no tu llaga amarilla,
pero mi sueño vive debajo de tus párpados.
*
Ha venido tu lengua; está en mi boca
como una fruta en la melancolía.
Ten piedad en mi boca: liba, lame,
amor mío, la sombra.
*
Eres como la flor de los agonizantes
que es invisible mas su aroma entra
en la sombra nasal y es la delicia,
todo en la vida, durante algún tiempo.
*
Existe el mar en las ciudades blancas,
coágulos en el aire dulcemente sangriento,
sábanas en la serenidad.
Existen los perfumes inguinales, lenguas en las heridas femeninas
y el corazón está cansado.
Entra con tus campanas en mi casa, pastora ciega, sin embargo,
como si no tuviera la dulzura su fin aún en las ciudades blancas.
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