sábado, 1 de abril de 2017

VOCACIÓN

Contrariamente a lo que pensamos no escogemos una vocación, la vocación se impone a nuestros deseos: nos amaga, nos obliga, nos desvela. Desarmados, hacemos lo posible por huir y rebelarnos, pero ella vuelve a la carga. Acecha nuestros movimientos, limita nuestras posibilidades.


Callada y mustia se agazapa en nuestros secretos. Nos mira de reojo apurándonos a ejercer su implacable destino. El siglo XXI, repleto de ilusiones, finge entregarnos innumerables posibilidades de acción, pero eclipsan frente al llamado profundo de la vocación que termina imponiéndose a las actividades accesorias.  

Parece una ruindad platónica y quizá lo es. Instaura un régimen que aterroriza a Occidente: el de la supuesta inmovilidad. Tal vez esto sucede solo en apariencia, pues la asunción de un destino evitaría el caos. El caos insoportable de todos los seres humanos amotinados tras los mismos objetivos, deseos y metas, estorbándose unos a otros de forma implacable, ya por deporte o instinto sádico.

¿Cómo escucharla e insistir en su latido? Hay que dejarla parlotear un tiempo; si acertamos, se afianza en nosotros, nos cerca, nos encarcela. Si estamos equivocados, deriva en hiedra, se diversifica, se expande y, poco a poco, nos sumerge en otras esferas de acción múltiple que genera encantamientos seductores.

El yerro no es fracaso sino aderezo de la experiencia. Ilumina con su saber el verdadero trayecto, ese que nos llama a su profunda expansión. Hay que continuar entonces por el camino encendido, él expande su luz verdadera, linterna azul, y en él hallaremos al duende —aquella característica única que García Lorca advertía del alma creativa española—,  y con él conversaremos demorándonos en sus historias, en su épica infinita. 

Cuando encontremos los susurros hallaremos nuestra íntima verdad. Ese paraje propio y único en el que, por fin, somos destino y, por consiguiente, auténtica fuerza creadora (aunque nuestras labores aparenten ser pequeñas). Imagino a Pessoa sumergido en su contabilidad de comerciante matutino, aguardando el momento de concentrarse en el mundo subterráneo de fuegos que esperaba en el cuaderno. Imagino a Kafka adolorido, tal y como consigna en su Diario, por no poder expulsar unas líneas de escritura. 

¿Y Rimbaud? Atenazado por la desesperación de su genio, la vocación lo transportó a su verdadera naturaleza, la de un viajero que no necesitaba escribir. Ortega y Gasset, en cambio, pensaba que su vocación era la de un político, se había afanado en transformar la vida española de su presente, un presente repleto de dudas e infortunios, y sus acciones lo colmaron de silencio. Su vocación lo encerró en el mundo amoroso y profundo de la filosofía. Allí estaba su luz y le aguardaba el duende.

Ortega y Gasset pensó que la vida es un drama y que estamos en ella para cumplir las demandas que nuestra vocación nos impone. Es verdad. En la vida social y cultural representamos papeles, nos situamos en el drama de nuestras vidas, pero asumirnos de una manera comprensiva, absolutamente razonada, en la cual nos atrevemos a ser lo que realmente somos, iluminaría el mundo y al ser mismo con la luz absolutamente hermosa de las vocaciones que al saberse, sin ser menos ni más (qué tristeza medirse habitualmente con la vara de la cantidad), se es tan solo lo justo. Es decir, nos miramos con una perspectiva neutral y tranquila. Y entonces nos develamos, nos comprendemos y aceptamos. Cuando ello sucede, cuando la vocación se devela, entonces, quizá, podemos comprender a los otros. 

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