jueves, 19 de mayo de 2011

Sobre la envidia

FRAGMENTOS DE EL HOMBRE MEDIOCRE DE JOSÉ INGENIEROS
(Del capítulo destinado a la envidia. Se encuentra completo aquí: http://www.laotrarevista.com/2011/05/la-envidia-jose-ingenieros/.
La envidia es el más bajo y repugnante de los vicios pues como bien indica este texto, la prosperidad ajena no hace daño.)


CITAS:

La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad.

[...]

Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía  —y lo repite La Rochefoucauld— que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez, declararse inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan universalmente detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por ocultarla.

[...]

Los espíritus alicortos son malévolos; los grandes ingenios son admirativos. Éstos saben que los dones naturales no se transmutan en talento o en genio sin un esfuerzo, que es la medida de su mérito. Saben que cada paso hacia la gloria ha costado trabajos y vigilias, meditaciones hondas, tanteos sin fin, consagración tenaz, a ese pintor, a ese poeta, a ese filósofo, a ese sabio; y comprenden que ellos han consumido acaso su organismo, envejeciendo prematuramente: y la biografía de los grandes hombres les enseña que muchos renunciaron al reposo o al pan, sacrificando el uno y el otro a ganar tiempo para meditar o a comprar un libro para iluminar sus meditaciones. Esa conciencia de lo que el mérito importa, lo hace respetar. El envidioso, que lo ignora, ve el resultado a que otros llegan y él no, sin sospechar de cuántas espinas está sembrado el camino de la gloria.

Todo escritor mediocre es candidato a criticastro. La incapacidad de crear le empuja a destruir. Su falta de inspiración le induce a rumiar el talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su irreparable ultimidad.

Los altos ingenios son ecuánimes para criticar a sus iguales, como si reconocieran en ellos una consanguinidad en línea directa; en el émulo no ven nunca un rival. Los grandes críticos son óptimos autores que escriben sobre temas propuestos por otros, como los versificadores con pie forzado;. la obra ajena es una ocasión para exhibir las ideas propias. El verdadero crítico enriquece las obras que estudia y en todo lo que toca deja un rastro de su personalidad.

Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra: desean achicarla por la simple razón de que ellos no la han escrito. Ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara: hazla mejor. Tienen la manos trabadas por la cinta métrica; su afán de medir a los demás responde al sueño de rebajarlos hasta su propia medida. Son, por definición, prestamistas, parásitos, viven de lo ajeno, pues se limitan a barajar con mano aviesa lo mismo que han aprendido en el libro que desacreditan. Cuando un gran escritor es erudito se lo reprochan como una falta de originalidad; si no lo es, se apresuran a culparlo de ignorancia. Si emplea un razonamiento que usaron otros, le llaman plagiario, aunque señale las fuentes de su sabiduría; si omite señalarlas, por harto vulgares, lo acusan de improbidad. En todo encuentran motivo para maldecir y envidiar, revelando su interna angustia. Lo que les hace sufrir, en suma, es que otros sean admirados y ellos no.

[...]


El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante.

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El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente superior no puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente.

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A pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar a los envidiosos en camarillas o en círculos, sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima difamando a los envidiados y vertiendo toda su hiel como un homenaje a la superioridad del talento que los humilla. Son capaces de envidiar a los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien envidia a Sócrates y quién a Napoleón, creyendo igualarse a ellos rebajándolos; para eso endiosarán a un Brunetiére o un Boulanger. Pero esos placeres malignos poco amenguan su desventura, que está en sufrir de toda felicidad y en martirizarse de toda gloria. Rubens lo presintió al pintar la envidia, en un cuadro de la Galería Medicea, sufriendo entre la pompa luminosa de la inolvidable regencia.

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El envidioso es la única víctima de su propio veneno; la envidia le devora como el cáncer a la víscera; le ahoga como la hiedra a la encina. Por eso Poussin, en una tela admirable, pintó a este monstruo mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar.

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