domingo, 29 de mayo de 2011

La pentalogía autobiográfica de Thomas Bernhard dice:

Somos procreados, pero no educados, con todo su embrutecimiento, nuestros procreadores, después de habernos procreado, actúan contra nosotros, con toda la torpeza destructora del ser humano, y lo arruinan todo, ya en los tres primeros años de su vida, en ese nuevo ser, del que no saben nada, sólo, si es que lo saben, que lo han hecho aturdida e irresponsablemente, y no saben que, con ello, han cometido el mayor de los crímenes. Con una ignorancia y vileza completas, nuestros progenitores, y por tanto nuestros padres, nos han echado al mundo y, una vez que estamos ahí, no pueden con nosotros, todos sus intentos de poder con nosotros fracasan, pronto renuncian, pero demasiado tarde, siempre sólo en el instante en que hace tiempo nos han destruido, porque en los tres primeros años de vida, los años de vida decisivos, de los que, sin embargo, nuestros progenitores como padres no saben nada, no quieren saber nada, no pueden saber nada, porque durante siglos se ha hecho siempre todo en favor de esa ignorancia, nos han destruido y aniquilado siempre para toda la vida, y la verdad es que, en el mundo, nos encontramos con seres destruidos y aniquilados, y destruidos y aniquilados para toda la vida…
(El origen. p. 66)

jueves, 19 de mayo de 2011

Sobre la envidia

FRAGMENTOS DE EL HOMBRE MEDIOCRE DE JOSÉ INGENIEROS
(Del capítulo destinado a la envidia. Se encuentra completo aquí: http://www.laotrarevista.com/2011/05/la-envidia-jose-ingenieros/.
La envidia es el más bajo y repugnante de los vicios pues como bien indica este texto, la prosperidad ajena no hace daño.)


CITAS:

La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad.

[...]

Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía  —y lo repite La Rochefoucauld— que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez, declararse inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan universalmente detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por ocultarla.

[...]

Los espíritus alicortos son malévolos; los grandes ingenios son admirativos. Éstos saben que los dones naturales no se transmutan en talento o en genio sin un esfuerzo, que es la medida de su mérito. Saben que cada paso hacia la gloria ha costado trabajos y vigilias, meditaciones hondas, tanteos sin fin, consagración tenaz, a ese pintor, a ese poeta, a ese filósofo, a ese sabio; y comprenden que ellos han consumido acaso su organismo, envejeciendo prematuramente: y la biografía de los grandes hombres les enseña que muchos renunciaron al reposo o al pan, sacrificando el uno y el otro a ganar tiempo para meditar o a comprar un libro para iluminar sus meditaciones. Esa conciencia de lo que el mérito importa, lo hace respetar. El envidioso, que lo ignora, ve el resultado a que otros llegan y él no, sin sospechar de cuántas espinas está sembrado el camino de la gloria.

Todo escritor mediocre es candidato a criticastro. La incapacidad de crear le empuja a destruir. Su falta de inspiración le induce a rumiar el talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su irreparable ultimidad.

Los altos ingenios son ecuánimes para criticar a sus iguales, como si reconocieran en ellos una consanguinidad en línea directa; en el émulo no ven nunca un rival. Los grandes críticos son óptimos autores que escriben sobre temas propuestos por otros, como los versificadores con pie forzado;. la obra ajena es una ocasión para exhibir las ideas propias. El verdadero crítico enriquece las obras que estudia y en todo lo que toca deja un rastro de su personalidad.

Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra: desean achicarla por la simple razón de que ellos no la han escrito. Ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara: hazla mejor. Tienen la manos trabadas por la cinta métrica; su afán de medir a los demás responde al sueño de rebajarlos hasta su propia medida. Son, por definición, prestamistas, parásitos, viven de lo ajeno, pues se limitan a barajar con mano aviesa lo mismo que han aprendido en el libro que desacreditan. Cuando un gran escritor es erudito se lo reprochan como una falta de originalidad; si no lo es, se apresuran a culparlo de ignorancia. Si emplea un razonamiento que usaron otros, le llaman plagiario, aunque señale las fuentes de su sabiduría; si omite señalarlas, por harto vulgares, lo acusan de improbidad. En todo encuentran motivo para maldecir y envidiar, revelando su interna angustia. Lo que les hace sufrir, en suma, es que otros sean admirados y ellos no.

[...]


El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante.

[...]

El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente superior no puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente.

[...]

A pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar a los envidiosos en camarillas o en círculos, sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima difamando a los envidiados y vertiendo toda su hiel como un homenaje a la superioridad del talento que los humilla. Son capaces de envidiar a los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien envidia a Sócrates y quién a Napoleón, creyendo igualarse a ellos rebajándolos; para eso endiosarán a un Brunetiére o un Boulanger. Pero esos placeres malignos poco amenguan su desventura, que está en sufrir de toda felicidad y en martirizarse de toda gloria. Rubens lo presintió al pintar la envidia, en un cuadro de la Galería Medicea, sufriendo entre la pompa luminosa de la inolvidable regencia.

[...]

El envidioso es la única víctima de su propio veneno; la envidia le devora como el cáncer a la víscera; le ahoga como la hiedra a la encina. Por eso Poussin, en una tela admirable, pintó a este monstruo mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar.

lunes, 16 de mayo de 2011

Ante el dolor de los demás

Foto: Roger Fenton


El libro Ante el dolor de los demás de Susan Sontag analiza el sistema de las imágenes del horror (las de la guerra) dentro de nuestras sociedades; el problema es abordado desde las guerras mudiales, la de Vietnam y los conflictos en Oriente que tiñen los diversos ámbitos de la comunicación, el análisis de Sontag es una reflexión sobre la fotografía bélica. Este ideario de la violencia, se pregunta la autora, vertido día a día en todos los medios, ¿nos conmueve o simplemente se ha normalizado?, ¿cómo nos situamos, por tanto, ante el dolor de los demás, si la historia no nos toca, si las imágenes son un reflejo distante y pálido de situaciones que simplemente no tienen nada que ver con nuestra existencia? Si bien la idea de que en todo momento en la historia del hombre ha existido la violencia -Edmundo O'Gorman, por ejemplo, en su "Carta a la paz" decía que la violencia es inherente al ser humano, en colindancia con los postulados del francés René Girard- la época contemporánea encuentra en las imágenes una forma de hacer patente la realidad a la distancia. Las imágenes son funcionales en sociedades que buscan los efectos de determinados procesos en la conciencia colectiva. Sin embargo, ver una imagen (por más terrible que ésta sea) es insuficiente para de verdad volcarnos en la realidad del otro y encarnar su pena. Hace falta, por consiguiente, a juicio de Sontag, reflexionar. Ver la imagen pero también pensarla en un conjunto de imágenes; atender al fenómeno que relata: volver a narrar, en suma. Sontag pone el dedo en la llaga en torno a aspectos que hoy son de suma relevancia, sobre todo, cuando nuestro país atraviesa una crisis de violencia por demás grave. Éste no es, sin embargo, un fenómeno nuevo, si se ha recrudecido, ello no invalida la cuestión de su posible origen. Volver a narrar, recuperar nuestra historia es un trabajo que le compete a la reflexión. Añadiría al texto de Sontag que esa narración, al menos la que ahora nos toca, debe tejerse mediante discursos congruentes, críticos, en los que la historia hable, pero siempre oscilando de un tiempo a otro. Develar nuestras imágenes con esas narraciones ocultas u olvidadas que nos dejan rastros no del pasado, sino del presente.

sábado, 14 de mayo de 2011

Fragmento para pensar el dolor

Es difícil llegar a uno mismo. Tal vez porque también es difícil hallarse en situaciones desacostumbradas en las que sentirse absolutamente desamparado. Éste es el problema: todo se nos ha hecho demasiado habitual, todo está siempre dispuesto. Y es que sólo las situaciones, digamos, "aporéticas", aquellas en las que nos encontramos totalmente desprovistos de recursos, son las que, cerrándonos el mundo exterior, nos obligan a franquear los límites de nuestro interior.
Nadie penetra en la profunda oscuridad de sí mismo si no es forzado por las circunstancias.

Chantal Maillard. Diarios indios. Valencia, Pre-textos, 2005.